El campo de batalla descansaba momentáneamente bajo un cielo encapotado, cubierto por nubes que parecían contener el aliento del universo. A lo lejos, el eco de la última embestida aún resonaba en los corazones de quienes habían sobrevivido. No había victoria, ni derrota. Solo una tregua no anunciada. Pero todos sabían lo mismo: esa calma era un presagio. La verdadera batalla aún no comenzaba.
Azrael estaba de pie en la cima de una colina, su espada apoyada en la tierra, la mirada fija en el horizonte. El silencio era espeso, cargado de pensamientos y recuerdos. Sus alas, salpicadas de sangre enemiga, colgaban con pesadez detrás de él. Parecía una estatua caída del cielo.
Isabella se acercó con pasos medidos. No necesitaba palabras para entender lo que él sentía. La conexión entre ellos ya no solo era espiritual o emocional: era una fusión absoluta. Su luz se había mezclado con la de él, y su destino ahora se entrelazaba con la historia del mundo.
—Está cerca, ¿verdad? —susurró ella, posando su mano sobre el brazo de Azrael.
—Él nos está esperando. —Los ojos de Azrael brillaban con un fulgor contenido—. Quiere que vayamos por él. Quiere que lo enfrentemos donde su poder es más fuerte.
—¿Y lo harás?
—No tengo otra opción. Ya no se trata solo de mí, ni de ti. Esto es por todo lo que vendrá después.
En el corazón del bosque devastado por los enfrentamientos, Elías y algunos aliados trazaban líneas sobre un mapa improvisado. La información traída por exploradores indicaba un punto claro: Sariel había levantado un santuario oscuro, una fortaleza espiritual nacida del dolor y la traición, donde el velo entre el cielo y el infierno se adelgazaba peligrosamente.
—Está atrayendo energía de ambos planos. Quiere abrir una grieta… no solo para gobernar esta tierra, sino para arrastrar el juicio final antes de tiempo —explicó Elías con el rostro sombrío.
—¿Es eso posible? —preguntó una de las mujeres del consejo, una antigua guía de los Portadores de la Luz.
—No debería serlo. Pero Sariel no es cualquier ángel. Él fue creado con la misma fuerza que Azrael… solo que corrompido por su ambición.
Las miradas se encontraron. No había tiempo que perder.
Esa noche, mientras el campamento se preparaba para movilizarse, Isabella fue visitada por una presencia celestial. No era un ángel guerrero, ni un emisario divino. Era una voz. Antigua. Serena. Dolorosa y amorosa a la vez.
—Has sido elegida no por tu pureza, sino por tu fuerza, hija de la Tierra —dijo la voz en su mente, mientras el aire se impregnaba de una paz inexplicable—. El fin está cerca, pero en ti reposa el comienzo.
Isabella cerró los ojos y dejó que esa presencia fluyera en su interior. Sintió una corriente dorada recorrer su cuerpo, como si el Cielo mismo le entregara una porción de su esencia. Comprendió entonces que no era solo una madre ni solo un vínculo para Azrael. Era el ancla que evitaría que él se perdiera. La razón por la cual el equilibrio debía mantenerse.
Azrael descendió de la colina con los primeros rayos del amanecer. Su rostro reflejaba una mezcla de serenidad y determinación. En su mirada ya no había duda.
—Nos moveremos al anochecer. Solo uno de nosotros saldrá con vida de ese encuentro —anunció ante los suyos.
El pueblo guardó silencio. Todos lo entendieron. No era una guerra por tierras ni por poder. Era una guerra por el alma del mundo.
Y cuando la noche cayó, envuelta en un silencio espeso, la última marcha comenzó.
A la distancia, Sariel los observaba desde lo alto de su trono oscuro. A su alrededor, los cielos parecían sangrar, y una grieta incandescente comenzaba a abrirse lentamente en la realidad.
—Ven, hermano… —murmuró con una sonrisa torcida—. Que la historia nos juzgue por lo que fuimos y por lo que aún podemos destruir.