Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 47: La última noche

El crepúsculo cayó como un manto denso sobre el campamento. No hubo festejos, ni canciones, ni palabras vacías. Cada alma allí presente sabía que aquella noche podía ser la última. El aire olía a incienso, a oraciones silenciosas, a despedidas que se decían con miradas más que con voces.

Azrael caminó entre los suyos con la expresión endurecida por la decisión que lo consumía por dentro. A cada paso sentía cómo la energía del mundo lo atravesaba, como si incluso la Tierra misma esperara su decisión. No era solo un líder. Era el puente. El fin y el comienzo.

En su corazón, no había miedo. Había amor.

Isabella permanecía junto a la hoguera central, con los ojos cerrados, rodeada por algunos de los ancianos del pueblo. No rezaban. Meditaban. Sentían. A través de ellos, los portales de la fe se mantenían firmes, y por instantes, parecía que incluso el tiempo se detenía alrededor de esa mujer que, sin tener alas, se había convertido en faro de esperanza.

—¿Estás lista? —preguntó Azrael, apareciendo a su lado como una sombra protectora.

Isabella asintió. En sus ojos había lágrimas, pero no por debilidad, sino por todo lo que habían vivido. Por todo lo que podían perder.

—No quiero despedidas. No esta noche. —Ella alzó la mirada—. Solo prométeme algo…

—Lo que desees —respondió él, acariciando su rostro con reverencia.

—Prométeme que si caes… no lo harás solo. Que me llevarás contigo, aunque sea en alma. No quiero un mundo donde tú no estés.

Azrael cerró los ojos y besó su frente, marcándola con una luz dorada que se extinguió lentamente en su piel.

—Ni el Cielo, ni el Infierno podrían arrancarme de ti. Somos uno, Isabella. Lo seremos siempre.

Elías observaba desde una distancia prudente, con el semblante reflexivo. Cerca de él, Sophie murmuraba oraciones en un idioma perdido, palabras que contenían la esencia de sus memorias pasadas y su lazo ancestral con Azrael.

—¿Y si él pierde? —preguntó Sophie, sin apartar la mirada del fuego.

—Entonces todos perderemos —respondió Elías con una sinceridad brutal.

El silencio entre ambos fue una aceptación tácita. Las cartas estaban sobre la mesa. No había marcha atrás.

En las afueras del campamento, bajo la copa de un árbol antiguo, Azrael se arrodilló en soledad. Por primera vez en mucho tiempo, elevó una oración, no como un ángel, sino como un ser que amaba profundamente a los humanos.

—Padre… —susurró al cielo apagado—. No pido fuerza. No pido victoria. Solo pido que, pase lo que pase… la luz que Isabella lleva dentro no se extinga. Que ella sea el nuevo amanecer, aun si yo debo ser la noche que se pierde.

Una brisa leve acarició su rostro. No hubo respuesta. Solo paz. Y fue suficiente.

Cuando regresó al centro del campamento, el pueblo ya dormía, o al menos fingía hacerlo. Cada uno lidiaba con su temor de la forma que podía.

Azrael se tumbó junto a Isabella. Ella lo abrazó en silencio, y por unos minutos, fueron simplemente dos almas que se pertenecían.

—¿Y si mañana… no vuelves? —preguntó Isabella, rompiendo el silencio.

—Entonces me quedaré contigo esta noche hasta que el tiempo se detenga.

Y así lo hicieron. Amaron con urgencia, con ternura, con esa intensidad que solo el fin del mundo puede regalar. En su unión no hubo palabras, solo la certeza de que aún en la muerte, seguirían encontrándose.

Al amanecer, los cuernos de guerra no sonaron. Solo un rayo de luz partió el cielo. El día de la batalla había llegado.

Azrael se alzó con su armadura celestial, las alas extendidas y los ojos encendidos de determinación. Ya no era solo el arcángel. Era el portador del equilibrio. Y ese día… el mundo sabría su verdadero poder.




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