El cielo temblaba. El sol no se atrevía a brillar con fuerza y las nubes se arremolinaban en un caos de tonos grises y azulados. El aire estaba cargado de electricidad, como si el universo mismo contuviera el aliento ante lo que iba a suceder.
Azrael avanzaba al frente del grupo, con su armadura reluciente y su espada envuelta en una luz incandescente. Cada paso que daba resonaba en la tierra como un latido antiguo. A su lado, Isabella caminaba con determinación, su vientre apenas perceptible para los ojos del mundo, pero con una energía palpable que emanaba de ella como un manto invisible de poder.
El pueblo entero lo seguía. Humanos, ángeles caídos, seres espirituales, todos unidos bajo una sola voluntad: resistir. Luchar por algo más grande que ellos mismos.
Desde las alturas, un rugido rompió el cielo.
—¡Sariel! —murmuró Sophie, alzando la vista.
El arcángel oscuro descendió envuelto en fuego celestial, con alas negras que chispeaban como carbón encendido. A su lado, sus legiones ya esperaban, armadas con lanzas etéreas y escudos bañados en condena. Entre sus filas se podían ver rostros conocidos… antiguos ángeles que una vez compartieron la gloria del Cielo y ahora eran sombra.
Sariel se detuvo frente a Azrael, ambos separados por un abismo de energía.
—Te di la oportunidad de no arrastrarlos contigo, Azrael —gruñó Sariel, su voz retumbando como un trueno lejano—. Pero elegiste la insurrección.
—Elegí el amor —respondió Azrael con firmeza—. Elegí creer en ellos, en lo que aún pueden ser. Y eso es algo que jamás entenderás, porque perdiste la fe incluso en ti mismo.
El silencio fue corto. La explosión de luz que siguió marcó el inicio.
La batalla estalló como una tormenta sagrada. Espadas que cortaban no solo carne, sino esencia. Gritos que cruzaban dimensiones. Luz y oscuridad se enfrentaban con brutalidad, sin concesiones.
Azrael se movía como un rayo entre enemigos, su espada era una extensión de su voluntad. Pero a medida que el tiempo pasaba, su fuerza comenzaba a menguar. Por cada golpe que daba, recibía uno más cruel. Por cada enemigo que caía, otro se alzaba.
Sariel lo enfrentaba directamente, y era más fuerte de lo que jamás había sido. Cada golpe suyo era un eco de antiguas traiciones, cada mirada, una herida abierta del pasado.
Azrael cayó una vez. Y se levantó.
Cayó otra. Y volvió a alzarse.
Pero cuando Sariel alzó su lanza celestial y lo atravesó en el pecho con un grito de furia, el mundo pareció detenerse.
—¡No! —gritó Isabella desde la distancia, intentando correr hacia él.
Azrael cayó de rodillas. El cielo oscureció, y el eco de la muerte se sintió en los corazones de todos los presentes.
Sariel sonrió, creyéndose vencedor.
Pero entonces… ocurrió.
Desde el vientre de Isabella, una luz poderosa e incontrolable emergió como un latido celestial. Su cuerpo fue rodeado por un halo dorado que se extendió en ondas, impactando incluso a los enemigos más cercanos. Algunos cayeron de rodillas. Otros gritaron por la intensidad del poder.
Y en medio de ese estallido, Azrael abrió los ojos. Su herida se selló con fuego blanco, y una energía completamente nueva lo rodeó.
—¿Qué… es esto? —balbuceó Sariel, retrocediendo por primera vez.
Azrael se alzó, más fuerte que nunca. Su espada ya no ardía con fuego celestial. Ahora resplandecía con el brillo de un nuevo amanecer, una mezcla de su esencia… y la de su hijo no nacido.
—Esto… —dijo Azrael con una voz que ya no era solo suya—. Esto es la nueva luz. La que viene después de ti. La que tú jamás podrás apagar.
Y con un grito que retumbó en los cielos, Azrael se lanzó de nuevo a la batalla, más poderoso que nunca, guiado no solo por su deber… sino por el alma aún no nacida que palpitaba dentro del vientre de la mujer que amaba.
La guerra no había terminado. Pero ahora, el equilibrio se había inclinado.
La esperanza… renacía.