El estruendo de la guerra resonaba por los valles y montañas, como si la tierra misma compartiera el dolor del cielo. Las espadas de luz y sombra chocaban con una violencia sagrada, arrancando destellos que parecían fragmentos del universo.
Azrael era ahora una visión imposible. Su cuerpo resplandecía con una energía que ningún ser —ángel, humano o criatura celestial— podía entender del todo. Aquella luz dorada no era del cielo, ni tampoco de la tierra: era nueva. Era origen.
Sariel lo miraba, trastornado.
—¡¿Qué hiciste?! —gritó mientras retrocedía, por primera vez vacilando.
Azrael no respondió. Su mirada era fuego tranquilo, como si dentro de él viviera ahora algo más grande. Sus alas se desplegaron con fuerza, una mezcla de plumas blancas y ráfagas doradas que crepitaban como estrellas nacientes.
—No es lo que hice yo —dijo finalmente—. Es lo que estamos haciendo todos… lo que vendrá después de ti. Y lo que late ahora en ella.
Sus ojos se desviaron hacia Isabella, que de pie, sostenida por Sophie y Elías, contenía lágrimas de poder y miedo.
Sariel rugió, su lanza desapareciendo y convirtiéndose en una guadaña hecha de oscuridad pura. La levantó con ambos brazos y se lanzó directamente hacia Azrael.
El impacto entre ambos provocó una onda expansiva que derribó árboles, destruyó rocas y abrió un cráter bajo sus pies.
La batalla entre ellos no era solo física, era espiritual.
Sariel canalizaba la rabia de los cielos caídos, la desesperanza, la furia contenida de milenios de castigo.
Azrael, en cambio, combatía con fe. Con el amor que había aprendido de los humanos, con la esperanza de un mañana diferente, y con el eco de un corazón que aún no había nacido, pero que ya cambiaba el curso de la creación.
Mientras tanto, en el frente, los aliados de Azrael se encontraban luchando ferozmente.
Isabella, pese a su estado, se mantenía firme, protegida por un campo de energía que la luz misma parecía crear alrededor de ella. Sophie, con lágrimas de poder corriendo por sus mejillas, extendía sus manos hacia el cielo, invocando antiguos cánticos olvidados. Y Elías, con su don recién despertado, guiaba a los humanos, inspirando valentía y resistencia.
Del cielo comenzaron a caer fragmentos incandescentes: restos de las lanzas sagradas, símbolos de la guerra que se libraba en planos invisibles.
El caos reinaba.
Y sin embargo… algo más estaba por despertar.
Sariel logró derribar a Azrael una vez más, esta vez con un golpe que cortó el suelo como un relámpago negro.
—¡Tu poder no es suficiente! —bramó Sariel, alzando su guadaña para el golpe final—. ¡Ni siquiera tu hijo podrá salvarte!
Pero antes de que el golpe descendiera… todo se detuvo.
Un pulso. Un único latido.
El cielo enmudeció.
El suelo tembló.
Sariel se congeló, su mirada fija en el vientre de Isabella.
Un resplandor dorado emergió de ella, más fuerte que nunca. Pero esta vez, no fue solo luz. Fue sonido. Fue palabra.
Una voz infantil, dulce y firme, retumbó en la mente de todos los presentes, incluso de los enemigos:
—Papá, no te rindas.
Sariel soltó su arma.
Azrael abrió los ojos con una nueva claridad, como si esa voz hubiera perforado todo miedo, todo límite. Se levantó, imparable, con una nueva forma. Ya no era solo un arcángel. Era el puente entre lo divino y lo humano. Era padre.
Con un solo movimiento de su mano, la guadaña de Sariel se desintegró.
—Esto termina aquí —dijo, y su voz no fue solo suya. Fue la de su hijo. Fue la de la humanidad. Fue la de un nuevo comienzo.
La batalla aún no ha terminado. Pero la oscuridad… ya no es invencible.