El rugido que surgió de las profundidades de la tierra fue como el grito agónico de un mundo en ruinas.
Desde grietas abiertas por el poder de Sariel, comenzaron a emerger criaturas de pesadilla. No eran demonios comunes. Eran antiguos, deformados por el rencor celestial, moldeados por la oscuridad más primitiva. Eran los Hijos de la Sombra, criaturas sin alma creadas por Sariel en su exilio, alimentadas por su odio al plan divino.
Sus cuerpos eran altos, con extremidades afiladas como lanzas, ojos múltiples brillando con luz púrpura, y lenguas de fuego negro. Al caminar, el suelo se pudría bajo sus pies.
—Que el nuevo mundo comience con cenizas —dijo Sariel, extendiendo sus brazos mientras su ejército emergía—. Tus hombres no podrán detenerlos. Tus humanos... frágiles. Tus esperanzas… inútiles.
Azrael permaneció firme, su pecho aún resonando con el eco de la voz de su hijo no nacido.
—No estás luchando solo, Sariel. Estás luchando contra generaciones de amor, contra una creación que aún no ha dado su última palabra.
Las criaturas se lanzaron hacia la multitud. Era un caos absoluto.
Los aliados de Azrael no se detuvieron. Cada uno de ellos había sido tocado de algún modo por la fe, por la compasión, por esa chispa que Azrael había encendido.
Elías alzó su bastón con una luz celestial que nunca antes había usado, y con un grito, invocó una ola de energía que pulverizó a las bestias más cercanas. Su poder se manifestaba con la determinación del elegido.
Sophie, con los ojos iluminados, comenzó a recitar antiguos cánticos angélicos. Su voz era melodía y arma. A su alrededor, los monstruos se deshacían como sombras bajo el sol.
Isabella, protegida por una barrera creada por el vínculo con su hijo, se mantuvo de pie, como un faro en medio de la oscuridad. Cada latido del bebé era una pulsación de energía que debilitaba a las bestias cercanas.
—No pueden acercarse a ella —dijo Azrael con asombro. Y supo que ese niño aún no nacido ya era parte de la profecía.
Sariel, viendo a sus criaturas retroceder, rugió de ira. Se abalanzó contra Azrael una vez más, esta vez rodeado por una armadura de sombras vivas que serpenteaban como lenguas de serpientes.
Azrael, en cambio, no tenía armadura. Solo luz. Y propósito.
El choque fue catastrófico.
Las sombras intentaron invadir su cuerpo, pero eran rechazadas con un calor divino. Azrael, impulsado por la fuerza invisible de su hijo, por los sacrificios de los humanos que creyeron en él, por el amor puro que había renacido en su interior, comenzó a ganar terreno.
Sus golpes eran precisos, su voluntad inquebrantable.
—¡Esto no es justicia! —gritó Sariel—. ¡Esto es traición a lo que fuimos!
—¡Esto es redención! —respondió Azrael, y su puño estalló en el pecho de Sariel, liberando una onda expansiva que desintegró a varias criaturas cercanas.
Pero la batalla no había terminado. Aún quedaban bestias. Aún quedaba oscuridad. Sariel, aunque herido, no había caído.
—Esto termina contigo o conmigo —espetó Sariel, su voz quebrada, pero su mirada aún ardiente—. Y si yo caigo… me llevaré todo contigo.
Azrael respiró profundo. Sabía que el siguiente golpe no sería uno físico. Sería la elección más dura de su existencia.
Y el cielo… se preparaba para decidir.
¿Deseas que el siguiente capítulo nos lleve al desenlace del enfrentamiento entre Azrael y Sariel? ¿O prefieres que exploremos un poco más la lucha entre los aliados y los Hijos de la Sombra mientras Azrael y Sariel se acercan a su momento final?
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