El silencio que siguió a la derrota de Sariel no fue pacífico. Era el silencio tenso de un mundo suspendido entre la esperanza y el miedo. Las criaturas de sombra se desintegraban poco a poco, como cenizas arrastradas por el viento. El cielo, aún cubierto de nubes, mostraba brechas de luz entre el gris.
Azrael se mantuvo de pie, observando los restos del campo de batalla. Sariel ya no estaba. No hubo cadáver ni cuerpo que enterrar. Solo una grieta en la tierra… profunda, fría, infinita.
Isabella se acercó lentamente, y Azrael la tomó entre sus brazos, apoyando la frente contra la suya.
—Está bien —susurró ella, con los ojos cristalinos—. Nuestro hijo… nos protegió.
Azrael asintió, incapaz de hablar por un momento. No solo había sentido el poder de su hijo... había visto el alma de esa nueva vida brillar como una promesa en medio del caos. Una promesa que aún no terminaba de revelarse.
Elías se aproximó con Sophie y otros líderes del pueblo. Aunque la amenaza inmediata había desaparecido, sus rostros aún mostraban preocupación.
—Hay zonas que aún están cubiertas por oscuridad —dijo Sophie, revisando su mapa—. No todas las criaturas han caído. Algunas huyeron hacia los antiguos bosques… otras, hacia las montañas.
—El equilibrio fue alterado —añadió Elías—. Sariel fue solo la chispa. Lo que venga después dependerá de cómo reconstruyamos… y de si podemos mantener la unidad.
Azrael frunció el ceño. Sentía algo. No era Sariel. No exactamente.
Era una resonancia más profunda… como si la oscuridad hubiera sido solo un velo que cubría una verdad aún más antigua.
—Esto no ha terminado —dijo con voz grave—. La guerra fue solo el principio. La creación entera ha sido conmovida por lo que hicimos.
Esa noche, el pueblo encendió fuegos ceremoniales. Las familias se reunieron, los heridos fueron atendidos, y por primera vez en mucho tiempo, se escucharon risas. Pero también había luto. Muchos no regresaron. Entre ellos, guerreros valientes, madres, hijos…
Isabella caminó entre las tiendas improvisadas, ayudando a los necesitados. Su mano descansaba instintivamente sobre su vientre. Y en esa conexión silenciosa con su hijo, sentía una guía. Una intuición. Él era más que una vida nueva.
Era un vínculo entre mundos.
En lo alto de la montaña, Azrael se reunió con Elías y Sophie.
—¿Qué percibes exactamente? —preguntó Elías, notando el gesto serio del arcángel.
—La grieta donde Sariel cayó... no se cerró —respondió Azrael—. Se ha convertido en un portal. Pero no uno que se abre hacia el infierno... sino hacia algo más antiguo. Algo olvidado.
Sophie palideció.
—¿Crees que...?
—Que Sariel era solo el eco de algo mayor, sí —afirmó Azrael—. No lo digo por miedo. Lo sé porque mi hijo lo sintió. Él lo contuvo… pero no lo destruyó.
Elías tragó saliva.
—Entonces tenemos que prepararnos. Esto aún no ha terminado.
Azrael observó las estrellas en el cielo, ahora más visibles, más vivas. El destino de la humanidad no solo dependía de la victoria sobre el mal… sino de su capacidad para comprender qué era lo que realmente dormía bajo sus pies.
Y pronto, despertaría.