El aire vibraba con una tensión invisible mientras el nombre de Neriah se esparcía como un eco antiguo por toda la montaña. Azrael permanecía inmóvil, su mirada fija en la grieta que ahora parecía pulsar con vida propia. Sus alas estaban recogidas, tensas, como si su instinto supiera que algo sagrado —y peligroso— se avecinaba.
Isabella lo miró con creciente angustia.
—¿Quién fue realmente Neriah?
Azrael bajó la mirada y respiró hondo, como si tuviera que arrastrar recuerdos desde lo más profundo de su alma.
—Neriah fue uno de los primeros creados. Su esencia era luz pura. Antes de que se nos asignaran deberes, él ya comprendía el amor… incluso antes de que los humanos existieran. Fue el primero en querer tocar la Tierra. Pero lo hizo sin permiso. Y por ello… fue exiliado.
Sophie tragó saliva, su corazón latiendo con fuerza.
—¿Fue castigado por sentir?
—Por adelantarse al plan divino —respondió Azrael con tristeza—. Él creía que podíamos guiar la creación desde su nacimiento. No entendió que había tiempos sagrados, que incluso la divinidad espera su momento.
Elías, que hasta ahora había escuchado en silencio, alzó la voz.
—Entonces… si regresa, ¿será aliado o enemigo?
—Eso es lo que no sabemos —dijo Azrael con el ceño fruncido—. Pero hay algo que sí tengo claro: si los exiliados regresan, lo harán por nuestro hijo. Lo perciben como un nuevo inicio… uno que podría liberar sus cadenas, o hundirlo todo en caos.
Un crujido profundo interrumpió la conversación.
Del interior de la grieta, un brazo surgió. No era monstruoso. Era elegante, de piel clara y brillante, cubierto por marcas doradas que parecían moverse como fuego líquido. La figura emergió lentamente, y al hacerlo, una calma artificial se extendió por la zona. El tiempo parecía suspendido.
Era Neriah.
Sus ojos eran de un dorado puro, sin pupilas. Su cabello largo caía como seda blanca, y sus alas —quebradas pero majestuosas— se extendían con un aura de dolor y poder.
—Azrael… —dijo con una voz que parecía contener siglos de silencio—. Hermano.
Azrael dio un paso al frente. Isabella quiso detenerlo, pero él la miró con ternura y negó con la cabeza.
—Déjame hablar con él.
Los dos se miraron. Era una escena que parecía congelada en el tiempo: dos arcángeles enfrentados no por odio, sino por lo inevitable.
—No vengo a pelear —dijo Neriah—. Vengo a advertirte. El sello no solo me liberó a mí. Hay otros… más oscuros. Aquellos que no aceptaron su exilio como penitencia, sino como traición.
—Sariel los liberó —afirmó Azrael.
—No. Sariel fue solo una chispa. El verdadero fuego... está en camino. Y tú, Azrael, debes decidir: ¿vas a proteger a los humanos… o a los tuyos?
Azrael lo miró, sintiendo un temblor en lo más profundo de su ser. Por un instante, vio al niño de luz que una vez fue su hermano. Pero el tiempo cambia incluso a los ángeles.
—Yo… protegeré lo que amo. Aunque eso me condene.
Neriah asintió lentamente, y por primera vez, una lágrima rodó por su rostro perfecto.
—Entonces prepárate, porque cuando ellos lleguen… no habrá piedad. Solo juicio.
Y sin decir más, se desvaneció, absorbido por la grieta, como si nunca hubiera estado ahí.
Isabella se acercó a Azrael y tomó su mano.
—¿Estás bien?
Él apretó suavemente sus dedos.
—No. Pero sé lo que debo hacer.
Mientras tanto, en los rincones del mundo, el sello seguía debilitándose.
Y los otros… comenzaban a despertar.