La noche cayó con una intensidad que parecía anormal. No había estrellas, ni luna. Solo un cielo cubierto de sombras danzantes, como si el firmamento mismo contuviera la respiración ante lo que estaba por despertar.
Muy lejos del campamento de Azrael, en lo profundo de un abismo olvidado por el tiempo, los ecos del sello roto se esparcían como un canto oscuro. El lugar no existía en ningún mapa; era un rincón apartado de la creación, sellado por las manos divinas desde el inicio del tiempo. Pero ahora, las cadenas que lo contenían comenzaban a resquebrajarse.
Un temblor profundo estremeció la tierra.
Y entonces… los ojos se abrieron.
Uno a uno, los exiliados comenzaron a despertar. No eran como Neriah. Su belleza había sido deformada por siglos de rencor, de aislamiento, de sed insaciable de justicia… o de venganza.
Lurien, la Voz Silente, emergió primero. Su cuerpo era esbelto, cubierto de escamas negras que relucían con un brillo enfermizo. No tenía boca, pero su mirada era tan penetrante que hacía temblar la mente de cualquiera. Susurros invisibles lo rodeaban, llevándose la cordura de quienes lo escuchaban.
Thamor, el Forjador de Caídas, fue el segundo. Su cuerpo estaba cubierto por una armadura oxidada, y sus alas, que una vez fueron de fuego, ahora eran un amasijo de hierro fundido. Su brazo derecho era un martillo de guerra que latía como un corazón maligno. Con cada paso que daba, la tierra crujía de miedo.
Nihama, la Llama Eterna, fue la tercera. Su piel era transparente, revelando fuego vivo debajo. Caminaba con gracia, pero donde pasaba, dejaba solo cenizas. Fue ella quien había intentado incendiar el primer Edén, y ahora, su alma ardía con un solo propósito: reclamar lo que se le negó.
Los tres miraron al cielo, como si percibieran a Azrael.
—Él está débil —dijo Nihama, sonriendo con fuego en los ojos—. La humanidad lo ha cambiado.
—Lo hará más vulnerable —agregó Thamor—. Y su hijo aún no ha nacido. No es un rival… todavía.
Pero Lurien levantó su brazo, y el silencio cayó de nuevo. Aunque no hablaba, todos entendieron: no debían subestimar a Azrael. No ahora. No cuando llevaba en su interior algo que no podían comprender: esperanza.
“Pero esa esperanza debe ser aplastada antes de que crezca”, pensó Nihama.
Y entonces comenzaron a marchar.
En el campamento de Azrael, la tensión se hacía cada vez más insoportable. Nadie dormía. Las luces del fuego apenas alcanzaban a calentar las manos de los centinelas. Isabella, sentada junto a Elías y Sophie, acariciaba su vientre con una mezcla de miedo y determinación.
Azrael, de pie en lo alto de una colina, sentía la presión de los exiliados acercarse como una ola negra.
—Vendrán pronto —dijo.
A su lado, se materializó Mikhail, su antiguo aliado celestial, con el rostro endurecido.
—¿Estás listo?
Azrael lo miró sin titubeos.
—No. Pero tampoco lo están ellos.
Mikhail sonrió apenas, con una chispa de orgullo en su mirada.
—Entonces que la guerra comience.
Desde las montañas distantes, los cielos comenzaron a rasgarse con relámpagos oscuros. La batalla por el destino de la humanidad… acababa de comenzar.