Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 57: El Rostro del Caído

El cielo se tiñó de rojo.

No por el ocaso, sino por la presencia de Sariel.

Descendía desde una espiral de fuego celestial corrupto, envuelto en un manto de plumas negras como la noche sin estrellas. Sus ojos, antes portadores de la sabiduría divina, ahora brillaban con un odio que podía quebrar montañas.

Azrael lo esperó de pie, las alas abiertas, aún envuelto por la luz que su hijo no nacido le había concedido momentos antes. Detrás de él, las líneas defensivas resistían el embate de las criaturas, pero el verdadero silencio reinaba donde ambos arcángeles estaban a punto de encontrarse.

Sariel aterrizó sin una palabra, y su mera presencia hizo que la tierra se agrietara. No llevaba arma alguna visible… él mismo era la tormenta.

—Has matado a Thamor —dijo, sin emoción, como quien menciona el cambio de estación.

—Y a todos los que amenazaron al pueblo —replicó Azrael.

Sariel lo observó con una mezcla de decepción y repulsión.

—¿Qué te hicieron? ¿En qué te han convertido, hermano?

—En algo que tú jamás comprendiste: en un guardián… no un juez.

El primer ataque fue silencioso. Sariel extendió la mano y, sin conjurar palabra, el aire se volvió una cuchilla invisible que cortó la tierra y lanzó a Azrael por los aires. El impacto fue brutal, pero el ángel se incorporó de inmediato, y su espada respondió con un resplandor dorado que contrarrestó la oscuridad.

—¿Sabes qué es lo más triste? —gritó Sariel mientras descendía con un torbellino de fuego oscuro—. Que alguna vez te admiré. Que creí en ti como se cree en la luz del Creador. ¡Y ahora te postras ante los humanos como un mendigo de emociones!

—No me postro —gruñó Azrael—. Me elevo por ellos.

El choque fue apocalíptico. Espada contra poder puro. Alas contra viento celestial corrupto. Cada golpe entre ambos desataba ondas de energía que lanzaban por los aires a las criaturas menores, derribaban árboles y hacían temblar el cielo.

Desde la distancia, Isabella observaba.

Sentía cada embestida en su alma. Su vientre brillaba con pulsos intermitentes, como si el niño dentro de ella respondiera al dolor y al esfuerzo de su padre. Sophie la sostuvo cuando cayó de rodillas.

—Está peleando por nosotros… por ti, por él.

—Y si pierde… —susurró Isabella.

—No lo hará.

Porque en medio de ese duelo titánico, Azrael encontró una abertura. No en la armadura de Sariel… sino en su corazón.

—Aún puedes detener esto, Sariel. Aún puedes elegir redimirte.

Sariel se detuvo solo un segundo. Y fue suficiente.

—¡Mentira!

Azrael lo atravesó.

No fue un corte fatal. Fue un golpe de gracia, directo al centro de su pecho. La espada brilló, no para herir, sino para revelar. Y en ese instante, Azrael vio dentro de su hermano. Vio al guerrero que fue. Al protector. Al confundido. Y al que lloró en silencio cuando el cielo lo condenó por desafiar una orden.

Sariel gritó. Pero no de dolor… sino de furia ante su propia verdad.

—¡No te atrevas a sentir compasión por mí!

—Ya es tarde para detener lo que siento —respondió Azrael con voz firme.

Pero Sariel no cayó.

En su interior, el odio era más fuerte que la culpa. Y ahora, herido, liberó su verdadero poder: un fuego negro que consumía todo a su paso, naciendo desde la herida misma.

—¡Prefiero arder antes que doblegarme!

El cielo tembló. La tierra se agrietó. Y Sariel se lanzó por última vez… no como un ángel, sino como una bestia sin retorno.

Azrael alzó la vista, su espada aún encendida… pero ya comenzaba a desgastarse.

Y entonces… el brillo volvió a su pecho. La fuerza de su hijo, aún no nacido, volvió a manifestarse. Y no solo a él… sino a todos.

El fuego negro de Sariel se detuvo por un instante.

Un halo de luz surgió desde el vientre de Isabella, visible a todos. Como una promesa. Como una profecía en carne aún no nacida.

Sariel gritó… y su ataque se desintegró.

Azrael, iluminado por esa fuerza, se preparó para el golpe final.

—Esto termina hoy, hermano.

Y el enfrentamiento final se selló con una explosión de luz que cegó al mundo.




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