El resplandor tardó en disiparse.
Por largos segundos, el mundo pareció suspendido en un silencio absoluto, como si el universo contuviera la respiración ante el desenlace de la batalla. Cuando por fin la luz se apagó, reveló dos figuras en el centro del cráter humeante que ahora marcaba el corazón del campo de batalla.
Sariel yacía de rodillas.
Su cuerpo, cubierto de ceniza, comenzaba a resquebrajarse como porcelana maldita. Las plumas negras de sus alas caían una a una, desintegrándose antes de tocar el suelo. Frente a él, Azrael permanecía de pie… aunque sus rodillas temblaban por el esfuerzo, sus alas dañadas y su pecho sangrando.
—¿Por qué… no me matas? —susurró Sariel, escupiendo oscuridad.
Azrael bajó su espada.
—Porque no vine a destruirte… Vine a salvar lo que queda de ti.
Sariel rió. Una risa quebrada, rota por dentro.
—No queda nada.
—Sí queda —Azrael dio un paso al frente—. Queda el hermano que me enseñó a luchar. El que lloró cuando los humanos fueron condenados por nuestros errores. El que alguna vez creyó en algo más que castigo.
Sariel alzó la mirada. Sus ojos, por un instante, mostraron lo que Azrael temía y a la vez esperaba: duda.
Pero la luz en su interior ya no podía sostenerse. Su caída había sido demasiado larga… y la oscuridad, demasiado densa.
—Demasiado tarde —susurró Sariel. Y entonces, por voluntad propia, se dejó caer hacia atrás.
La tierra no lo tragó. El cielo no lo condenó.
Simplemente… desapareció.
Su cuerpo se desintegró en miles de plumas negras que se elevaron como humo hacia el cielo. Un viento cálido las llevó lejos, como si el universo mismo se rehusara a guardar los restos de un caído. No hubo castigo divino. Solo un final… silencioso.
Azrael cerró los ojos.
Una lágrima descendió por su mejilla, pero no por la pérdida de un enemigo, sino por el hermano que no pudo salvar del todo.
—Que la eternidad te reciba como el guerrero que fuiste —susurró.
Desde la colina, Isabella soltó el aire que no sabía que contenía. Sophie, Elias, los exiliados, los niños, los ancianos, incluso los soldados… todos habían quedado paralizados viendo el desenlace. No por temor, sino por respeto.
Azrael regresó caminando, arrastrando su espada.
Cada paso que daba dejaba una huella en la tierra. El cielo, ahora despejado, comenzó a abrirse entre nubes suaves, como si el firmamento mismo reconociera que la batalla más antigua había concluido.
Al llegar hasta Isabella, Azrael cayó de rodillas. No por debilidad, sino por reverencia.
—Lo lograste —susurró ella, tomando su rostro entre las manos.
—No… lo logramos. Tú, él… todos.
Ella apoyó su frente en la de él. El niño en su vientre aún brillaba débilmente, como si su energía se estuviera calmando.
Elias llegó junto a ellos, arrodillándose también. Su voz fue apenas un murmullo:
—Sariel ha desaparecido. Las criaturas… están huyendo. Algunos se desintegran, otros se desvanecen. Todo parece estar… volviendo.
Sophie, detrás de él, miró al cielo.
—¿Y ahora?
Azrael se incorporó lentamente, apoyándose en Isabella.
—Ahora… empieza la reconstrucción.
Pero en su mirada había algo más. Una promesa no dicha. Porque aunque Sariel había sido derrotado, el cielo no había respondido aún. Y el niño que llevaba Isabella… ese niño había intervenido en la guerra.
¿Quién era en verdad ese ser no nacido?
Y sobre todo… ¿qué futuro le esperaba ahora al mundo?
El silencio que siguió no fue de miedo.
Fue de esperanza.