El amanecer llegó sin trompetas ni cantos celestiales.
Fue un sol tímido, pálido, que asomó entre las nubes como si temiera mirar el campo de batalla. Las sombras de la guerra aún se posaban sobre la tierra, pero no con el peso del terror… sino con la quietud que solo el fin puede traer.
Los sobrevivientes comenzaron a salir de sus refugios.
Ancianos apoyados en bastones improvisados. Niños asomando la cabeza tras rocas caídas. Madres con los ojos enrojecidos, abrazando a sus pequeños como si pudieran protegerlos del recuerdo.
Pero nadie gritó.
No hubo caos.
Solo susurros, abrazos, llanto silencioso y miradas que buscaban entre los rostros conocidos a los que aún estaban vivos.
Azrael observaba todo desde una colina cercana. A su lado, Isabella permanecía en silencio, una mano en su vientre, como si esa vida en formación le recordara que aún había futuro.
Elias descendió primero al valle, ayudando a levantar las carpas caídas, organizando a los que podían ayudar a los heridos. Su voz serena se alzaba por encima del murmullo general:
—¡Agua aquí! ¡Necesitamos vendas en este lado! ¡Sophie, organiza a los que puedan caminar!
Sophie, con el rostro sucio y los cabellos alborotados, lucía más humana que nunca… pero también más decidida. Se movía con rapidez, guiando, consolando, levantando.
El caos comenzaba a ceder terreno a la organización.
Azrael descendió al fin.
Cuando los primeros lo vieron, no hubo vítores. No hubo aplausos.
Solo una reverencia silenciosa.
Los hombres inclinaron la cabeza. Las mujeres lo miraron con lágrimas en los ojos. Los niños se acercaron, tocando sus alas con curiosidad tímida.
Él, sin decir palabra, se arrodilló frente al primer herido y comenzó a vendar su brazo con sus propias manos. Ya no como arcángel. Sino como uno más.
—No eres diferente a nosotros —le dijo una anciana, ofreciéndole una manta.
—No lo soy —respondió él.
Al mediodía, se levantaron los primeros fuegos para calentar comida. No quedaba mucho, pero nadie se quejó. Las cenizas aún flotaban en el aire, recordando la magnitud de la batalla.
Isabella se mantuvo cerca de los niños, contándoles historias de esperanza mientras les limpiaba los rostros y les envolvía los pies descalzos con telas limpias.
Azrael no se separaba de ella. No porque temiera que algo le pasara, sino porque necesitaba recordar, con cada respiración de ella, por qué había luchado tanto.
El pueblo no solo estaba reconstruyéndose… estaba sanando.
Por la tarde, los exiliados llegaron. Muchos heridos, algunos llorando al ver que aún quedaban sobrevivientes. El reencuentro fue emotivo: abrazos, risas entre lágrimas, miradas largas sin palabras.
Entre ellos, una mujer se acercó a Isabella y le tomó las manos.
—El niño que llevas… fue luz en medio de la muerte —le dijo, con la voz temblorosa—. Sentimos su fuerza en nuestros huesos. No sé qué será, pero no es un niño cualquiera.
Isabella solo asintió. En su vientre, sentía aún la energía vibrar. Como si el alma de ese hijo ya entendiera su papel en el mundo.
Al anochecer, Azrael se reunió con Elias, Sophie y algunos de los líderes.
—Hay que reconstruir —dijo Azrael—. Pero no solo las casas. También la fe. No como antes… sino una nueva. Donde el amor no sea pecado. Donde el cielo no esté lejos. Donde todos podamos elegir.
—Una nueva era —murmuró Elias.
—Una nueva oportunidad —agregó Sophie, mirándolo con una suave sonrisa.
Azrael miró al cielo. Aún no había señal alguna de Dios, pero… por primera vez, no sentía silencio. Sentía espera.
Y él estaba listo para responder.
Esa noche, no hubo rezos.
No por falta de fe, sino porque todos estaban demasiado cansados.
Y sin embargo, por primera vez en mucho tiempo… todos durmieron sin miedo.