Azrael: Redención Eterna (bilogía Arcángel - Libro ll)

Capítulo 60: La Voz del Cielo

La noche avanzaba en silencio, interrumpido solo por el crujir de maderas reacomodadas y murmullos suaves de los que montaban guardia. El aire olía a tierra húmeda, a ceniza… y a esperanza.

Azrael caminó solo hacia la cima de la colina, donde tantas veces había contemplado al pueblo dormido. Pero esta vez, no buscaba vigilar. Buscaba respuestas.

El cielo estaba despejado. Las estrellas brillaban con una intensidad inusual, como si aguardaran.

Y entonces, la voz.

No fue un trueno. No fue una aparición. Fue una presencia suave, profunda, que vibró dentro de su pecho como una melodía antigua.

—Azrael. Mi hijo. Mi espada. Mi amor hecho carne.

El sonido no vino de fuera, sino de dentro. Lo envolvió como un manto, lo atravesó como fuego sagrado. Las rodillas del arcángel cedieron. Cayó al suelo, no por debilidad, sino por reverencia.

—He cumplido, Padre. He caído. He llorado. He amado. Y… he entendido.

—Has sentido lo que era necesario. Has tocado la esencia de lo que ellos son. Y aún así, no los odias.

—No. Porque en medio de su oscuridad… encontré luz. En su miseria… descubrí amor. En la debilidad… vi valor.

El cielo tembló con un murmullo celestial. El universo parecía contener la respiración.

—Entonces escucha, Azrael. Ya no eres solo mi ejecutor. Ya no eres solo mi voz. Ahora eres parte de aquello que viniste a juzgar. Has sido forjado por la humanidad, como ellos fueron alguna vez tocados por lo divino.

Azrael sintió que algo dentro de él se liberaba. Un lazo invisible se rompía. No con dolor, sino con paz.

—¿Debo regresar al Reino? ¿Es ese aún mi lugar?

Silencio.

Y luego… una revelación.

—No. No si tú no lo deseas. Has sido fiel hasta el final. Por ello, te concedo el mayor de los dones: libre albedrío. Si tu corazón desea permanecer entre ellos, como uno más… como padre, como esposo, como protector… entonces quédate.

El aire pareció llenarse de melodías antiguas. No eran palabras, eran memorias de un amor eterno, de batallas ganadas, de vidas salvadas. En su pecho, el latido del hijo no nacido palpitó con una fuerza que no era de este mundo. Y Azrael supo que no era solo su deseo… era su destino.

—Quiero quedarme. Quiero construir. Amar. Envejecer. Quiero ser humano… al menos lo suficiente para amar como ellos.

—Entonces, que así sea. Te libero de tus cadenas celestiales. Ya no estás atado al cielo, ni a la guerra. Ahora… perteneces al amor.

Una luz descendió sobre él. Sus alas resplandecieron con un fulgor dorado que no quemaba, sino sanaba. Y luego, lentamente, se deshicieron en partículas de luz, como si el cielo mismo le devolviera su alma.

Azrael respiró. Y por primera vez en toda su existencia… ese aliento fue completamente suyo.

Cuando regresó al campamento, la guerra parecía un mal sueño. Isabella lo esperaba de pie, con las manos sobre su vientre y el alma en sus ojos. Apenas lo vio, corrió hacia él. No hubo palabras. Solo un abrazo que contenía mil promesas.

Él la sostuvo con la ternura de un dios… y la devoción de un hombre.

—¿Y ahora? —susurró ella, temblando.

Azrael la miró como quien contempla el amanecer tras siglos de noche.

—Ahora… somos libres.

Y esa noche, bajo un cielo que ya no era distante, sino parte de ellos, el amor tocó la eternidad.




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