Seis lunas habían pasado desde el día en que el cielo le concedió a Azrael el mayor de los dones: libertad para amar como hombre.
La tierra, antes mancillada por la guerra, comenzaba a sanar. Donde antes reinaban las sombras, ahora florecían campos dorados bajo un sol nuevo. Los pueblos reconstruían sus hogares, pero más importante aún: reconstruían la fe. No en lo divino que habita en los cielos, sino en el divino que late dentro de cada corazón humano.
Azrael caminaba por los senderos del pequeño valle que ahora llamaban hogar. Su armadura había sido colgada, no como olvido, sino como homenaje. Ya no era el ángel del juicio. Era el guardián de una nueva era… y el padre de un milagro.
Isabella lo esperaba dentro de su hogar de piedra blanca y madera cálida. Su rostro, marcado por los meses, brillaba con la luz serena de una mujer que estaba a punto de dar vida. Su vientre, redondo y sagrado, se movía con la inquietud de un ser que anhelaba salir al mundo.
Y esa noche… el mundo se detuvo.
Los gritos no fueron de dolor, sino de poder. Las paredes del hogar vibraron. Afuera, los animales guardaron silencio. Las estrellas parecían inclinarse hacia la Tierra.
Azrael sostuvo a Isabella, su mano temblorosa, no por miedo, sino por reverencia. Nunca había sentido algo tan inmenso como el nacimiento de aquel pequeño ser. No fue solo un bebé. Fue una luz.
Una ráfaga de energía lo atravesó justo en el momento en que el llanto resonó en el aire. Era como si el cielo volviera a hablar… pero esta vez, desde la Tierra.
Isabella lloraba. Azrael también.
—Es… perfecto —murmuró ella, colocando al bebé sobre su pecho.
El niño tenía los ojos cerrados, pero en su frente brillaba una leve marca, un destello dorado que se desvaneció lentamente como si el universo lo besara antes de entregarlo al mundo.
Azrael se arrodilló junto a ellos, tocando con temor y devoción la diminuta mano de su hijo. El contacto fue suficiente para que el niño reaccionara: su pequeña palma se aferró con fuerza al dedo de su padre, y por un instante, Azrael vio. Vio visiones, futuros posibles, eras de paz, caminos aún por andar… y supo que ese bebé no era solo suyo.
—Él cambiará todo —susurró, y una lágrima cayó desde su mejilla hacia la del recién nacido y por primera vez desde su creación, no sintió el peso de su eternidad. Solo amor. Solo humanidad.
Isabella acarició su rostro.
Eiden durmió en los brazos de su padre, como si el mundo entero descansara en él.
Y por primera vez… todo estuvo en paz.