Los meses siguientes a la gran batalla fueron silenciosos pero reveladores. Las cicatrices aún se sentían en el aire, como ecos lejanos de un pasado turbulento, pero la luz del amanecer volvía a brillar sobre la tierra, acariciando las montañas y el valle con un calor distinto: uno que hablaba de paz, de renacimiento.
Azrael caminaba por el bosque donde una vez cayó herido, el mismo lugar donde el peso del mundo lo había doblado y donde el amor de Isabella lo había reconstruido. Sus pasos eran humanos, pero su presencia aún llevaba una majestad que ninguna divinidad podría ocultar.
Llevaba en brazos a Eiden, su hijo, envuelto en un manto blanco. El bebé dormía, sereno, como si supiera que el mundo que lo esperaba era distinto gracias a él.
—Nunca imaginé esto —susurró Azrael mientras se sentaba bajo un roble florecido—. Ser padre… Sentir este amor… No lo enseñan en los cielos.
Isabella se acercó, sentándose a su lado. Lo observó con ternura y orgullo.
—Tampoco enseñan a ser madre. Pero contigo a mi lado, no tengo miedo.
Él le tomó la mano, entrelazando los dedos con los suyos. El viento sopló con suavidad, como si el universo quisiera bendecir ese momento.
Eiden se removió un poco en brazos de su padre y luego sonrió dormido.
—¿Crees que él lo recuerde algún día? —preguntó Isabella, acariciando la mejilla del pequeño—. Que su esencia salvó este mundo.
Azrael asintió con la mirada perdida en el horizonte.
—Tal vez no con palabras, pero su alma llevará la luz de lo que hizo. Él es el vínculo eterno entre lo divino y lo humano… y la promesa de que todo puede cambiar.
Desde lo alto del cielo, una aurora inusual se dibujó en el firmamento. Era como si el universo entero celebrara el nacimiento de un nuevo tiempo.
Detrás de ellos, Elías, Sophie, y muchos de los que resistieron, ayudaban a reconstruir lo perdido. El pueblo, aún cansado, había empezado a vivir sin temor. Ya no seguían a Azrael como un enviado celestial, sino como un hermano, un amigo… un hombre.
Azrael se puso de pie, con su hijo aún en brazos, y miró hacia la aldea. Isabella lo observó, reconociendo la determinación en su mirada.
—¿Estás listo para construir todo desde cero? —preguntó ella.
—No desde cero —respondió él—. Desde la verdad.
Y juntos, bajo el alba naciente, caminaron hacia su nueva vida, sabiendo que el verdadero milagro no fue salvar al mundo… sino redescubrir el amor, la fe, y la humanidad.