Los años pasaron con la suavidad de una melodía conocida. La aldea, alguna vez marcada por la guerra y la incertidumbre, ahora florecía con esperanza. Donde antes hubo ruinas, ahora se alzaban hogares; donde hubo llanto, se escuchaban risas de niños corriendo entre los árboles.
Azrael se había convertido en un hombre común a los ojos del mundo, pero entre aquellos que sabían la verdad, su nombre era una leyenda viva. No por sus alas o sus hazañas celestiales, sino por su decisión de quedarse. De vivir. De amar.
Eiden crecía con la luz en sus ojos, con una sabiduría que parecía mayor que su edad. A veces, cuando jugaba en el campo, los pájaros se posaban a su alrededor. Las flores parecían inclinarse cuando él pasaba. Aunque nadie hablaba de ello con certeza, sabían que ese niño era especial.
Sophie se convirtió en una cuidadora de sabiduría, enseñando a los más jóvenes sobre los errores del pasado y la importancia del equilibrio. Elías lideraba junto a ella, con su fe inquebrantable y su nueva visión de una humanidad más compasiva.
Una tarde, mientras el sol se escondía entre tonos dorados y púrpuras, Azrael caminó con Eiden hasta el viejo templo, ahora restaurado. Allí, el niño se detuvo y preguntó con voz suave:
—¿Papá, tú fuiste un ángel?
Azrael lo miró sorprendido. No por la pregunta, sino por la seguridad con la que había sido formulada.
—Lo fui —respondió—. Pero ya no.
Eiden frunció el ceño.
—¿Te lo quitaron?
Azrael sonrió con ternura.
—No, hijo. Lo entregué… para quedarme contigo, con mamá… con este mundo. Fue mi elección.
El niño pareció meditarlo por un momento y luego lo abrazó con fuerza.
—Entonces fue una buena elección.
Y en ese abrazo se selló el legado. No el de un arcángel que luchó contra la oscuridad, sino el de un padre que eligió el amor como su eternidad.
Cuando el templo quedó en silencio y la luna comenzó a asomar, una luz suave descendió del cielo. No era una orden ni una señal de advertencia. Era una bendición.
Y aunque Azrael ya no tenía alas, supo, en lo más profundo de su alma, que el cielo lo había aceptado así: humano, padre, esposo… libre.