— Aún no me rindo. — Trébol miró al cielo. — No me importa cuántos obstáculos me pongas, voy a encontrarla. Voy. A. Encontrarla.
Había buscado en todas las ciudades: las nuevas y las viejas. Pero no había encontrado siquiera pista de los ladrones del cuerpo de Verde.
Como extrañaba sus rizos, sus ojos rasgados, su sonrisa encantadora, al menos verla en el museo le traía algo de paz, hablarle le consolaba. Desde su desaparición, su vida se había vuelto un completo caos.
Luego de cinco años volvió a la ciudad que tantos malos y buenos recuerdos le traía. La misma ciudad donde Carolina había devuelto la naturaleza y donde luego de doscientos años su cuerpo inanimado había sido robado.
En una enorme mansión vivían algunos Quibicús que se habían civilizado un poco, dejaron el bosque y el cuidado del árbol atrás luego de la muerte del Gran Jefe. Muchos habían perdido la fe, el amor y la dedicación a su causa, la cual era cuidar al árbol místico.
La nueva generación ya no quería ser parte de una vida que los mantenía atrapados en una constante nada, ahora todos querían ser parte del nuevo siglo donde eran reconocidos como héroes y tratados como tal.
Otra de las causas que hizo a muchos Quibicús abandonar la selva amazónica, había sido el rechazo de Rafael al puesto del Gran jefe en la tribu luego de la muerte de su padre. Él siempre había dejado bien claro que no quería ser líder. Además estaba el hecho de que ya no era necesario que se custodiara el árbol, ya no había peligro. En esta nueva era las leyes protegían a todos los árboles con énfasis en el más longevo de todos.
Entre los tantos que había abandonado estaban: Sábila, Violeta, Tilo, Romero, Rosita, Trébol entre otros. Este último era prácticamente el líder, todos tenían que contar con él para tomar las decisiones de la nueva familia. Pero luego de la desaparición de Verde, se volvió distante y obsesivo. Viajó alrededor del mundo en su búsqueda y olvidó su responsabilidad en casa.
Por la ventana del taxi, Trébol miraba meditabundo, las luces de la gran ciudad. Había estado analizando si debía quedarse en la gran mansión con su hermano y el resto de su familia o de lo contrario iría a un hotel, no quería escuchar el mismo discurso que solían darle cada año: "Pasa página, busca una buena chica y sé feliz, mejor aún si es una Quibicú".
Se la pasaban repitiendo lo mismo, pero ¿acaso alguno sentía su dolor? Más de una vez estuvo a punto de darse por vencido, pero no podía, su corazón, sus recuerdos no se lo permitían. Era prisionero de su amor por Carolina o Verde, como a él le gustaba decirle y como ella realmente se llamaba.
Sí, cierto, no quería volver a escuchar el mismo sermón, pero realmente extrañaba a sus amigos.
— ¿Señor hacia dónde nos dirigimos? — preguntó el taxista esperando la orden para seguir recto por las líneas o girar hacia la derecha o izquierda. — ¿Señor?
— Calle Wonderville, mansión Diamante. — le contestó con la mirada perdida, sumergida todavía en sus pensamientos. Y en cuanto hubo terminado de hablar volvió a centrarse en sus propios asuntos.
— Lo imaginé —anunció algo divertido el taxista. —hace poco recogí a una chica y a un joven que visitaron la mansión, parecían ser amigos de los Quibicús que viven allí.
Giró hacia la derecha el taxi flotante y redondo.
— ¿Perdón? — preguntó Trébol esperando que el chofer repitiera lo antes dicho.
— Le decía que imaginé a donde se dirigía — volvió a repetir esta vez bastante excitado y casi gritando. — todos los Quibicús que vienen a esta ciudad se alojan donde mismo, sabe... la mansión. Usted es Trébol ¿no es así? Es bastante famoso por acá... Mi abuelo me hacía historias de su familia y de la chica... Verde. Debe conocer a los que visitaron la mansión hoy...
El chofer hablaba demasiado rápido y Trébol simplemente decidió apagar su sistema de audición, como si fuera un robot, le pareció haber escuchado una o dos veces el nombre de Verde y el de otros pero hizo caso omiso a las tonterías que hablaba el señor. No era más que un fanático.
En aquellas ciudades, que ahora eran más de mil, se había creado toda una cultura de adoración hacia los Quibicús. Los niños querían ser como ellos, los modistas hacían diseños inspirados en su fisionomía, los show de televisión querían tenerlos como protagonistas. Hasta la música nueva era inspirada en ellos. En fin, eran sin duda un exponente importante en la sociedad y así había sido durante dos siglos. Aunque también había traído consigo un grupo significativo de personas que los odiaban, pero eran solo unos pocos.
— ¡Ya arribamos señor! — le informó el chófer todavía bastante animado.
— ¿Cuánto le debo? — accedió a la billetera digital rápidamente para pagar lo debido por el viaje que había sido todo menos silencioso.
— ¡Oh, no señor! No se preocupe, no debe nada... Si me diera su autógrafo...
No tuvo que seguir hablando, pues Trébol sacó una pluma digital y justo en el antebrazo del chofer plasmó su firma. Nunca se borraría de su brazo.
Mientras el hombre cantaba de la emoción Trébol bajaba del taxi pensando cómo había llegado allí, a aquella ciudad, usando pantalones y tecnología.
Hace un siglo atrás se hubiera reído fuertemente al imaginarse en aquella situación, pero su vida había cambiado radicalmente y no estaba seguro de que había sido para bien, tampoco para mal, simplemente había cambiado.
Allí estaba, esperando para entrar a la gran mansión de los Quibicús, en la entrada dos guardias enormes como gorilas custodiaban y velaban que ningún intruso acabara con la paz de la mansión Diamante. Claro que él no tendría problema alguno para entrar siendo quien era.
"Hola... ¡¿Cómo están?!... ¡Ehh! ¡He vuelto!"
Había pensado en miles de saludos, pero ninguno parecía ser bueno para la ocasión. Luego de cinco años ausente sabía que al menos Sábila, su hermano más pequeño, le reclamaría el haberse ido, en el momento que más lo necesitó.