Azulejo De Amor

Capitulo 2

Capítulo 2

—Eros... —su imagen se instala en mi mente, siento que necesito aferrarme a algo—. Eros, Eros... —repito su nombre, pero esta vez mirando a Rachel. La mirada que me devuelve está llena de angustia.

—¿Quién es Eros? —pregunta Dylan, más como afirmación que como duda—. ¿Acaso es ese malnacido?

Le contamos gran parte de lo que viví con él: desde el instante en que vi al demonio por primera vez, cómo comenzó todo, cómo terminó. Pero nunca le dije su nombre.

—Sí, ese es el papá —dice Rachel, acercándose a mí—. ¿Qué vamos a hacer? Después de todo lo que te hizo... —su tono es suave, buscando calmarme.

—Voy a tratar de contactar donantes —interviene el doctor—, pero les repito que es casi imposible conseguir uno compatible. De todos modos, haremos exámenes a cada uno de ustedes para agotar todas las posibilidades. Aun así, la verdad es que necesitamos al padre. Estamos contra reloj. —Suspira, luego se despide—. Permiso.

El doctor se aleja y pronto desaparece tras la puerta.

Han pasado dos años desde la última vez que vi al padre de mi hijo. Durante todo ese tiempo dudé si decirle o no que estaba embarazada, y luego que Ángel existía. El recuerdo de aquella noche lluviosa cuando me echó de su casa y de su vida aún aprieta mi corazón. Puedo sentir el miedo que me envolvía esa noche.

El pasado vuelve con fuerza, trayendo consigo todos esos malos momentos. Por eso siempre tuve miedo de la reacción de Eros hacia su hijo. Yo pude aguantar toda su mierda, pero mi bebé no lo merece.

La dura realidad de que mi hijo necesitará un padre siempre la tuve presente. Sé lo que es crecer sin uno. Pero no estoy dispuesta a que Ángel sufra eso. Al final, para él yo no fui nada: solo alguien por quien sentía desprecio, como me gritó en la cara. ¿Qué podía esperar que sintiera por una personita inocente que viene de mí? No quería que lo despreciara.

Simplemente llegué a la conclusión de que Ángel no merecía tener en su vida a alguien tan lleno de odio. Juré no volver a verlo ni permitir que ensuciara a mi bebé con sus malos sentimientos. Pero ahora siento que no me importa nada. Si tengo que rogarle, lo haré. Por mi hijo, soy capaz de todo.

Más decidida que nunca, seco mis lágrimas y miro a Rachel y Dylan.

—Ahora vuelvo. Cuídenlo —digo mientras me dirijo a la salida.

Una mano me detiene.

—¿Para dónde vas? —pregunta Dylan con cara de desconcierto.

—A buscar las células madre que mi bebé necesita —respondo.

—Vas a buscar a Eros —dice Rachel—. Después de cómo te trató la última vez, dudo que se le mueva el corazón. Él es una piedra, Bonnie.

—Tengo que hacerlo —respiro profundo para calmarme—. No puedo permitir que la salud de mi bebé se deteriore cuando puedo hacer algo.

—He dejado de lado lo que siento, digo o pienso. En dos años no me decidí a decirle que tenía un hijo, pero hoy, con solo cinco segundos, todo cambió.

—No importa si tengo que hablar con el mismísimo demonio —digo, apretando los puños—. Ese demonio es el padre de mi hijo.

Sin mirar atrás, salgo a toda prisa, tomo el primer taxi que encuentro y le doy la dirección. Estoy nerviosa, un huracán de emociones me consume, pero sé que tengo que hacerlo.

Treinta minutos después, el taxi se detiene frente a una imponente construcción, uno de los edificios más grandes de la ciudad. Por más que intento ignorarlo, mi mente lo reconoce al instante.

Con las manos temblorosas, le pago al conductor y salgo del auto. Mi cabeza se acelera, buscando cómo entrar. Sé que no me dejarán pasar así nada más, y menos con la pinta que llevo: unos jeans sencillos, converses negras, un suéter blanco y una sudadera negra encima. No es precisamente el atuendo ideal para visitar al dueño de semejante empresa, ni para alguien que duda que quiera verme.

No pasan ni cinco minutos cuando ya tengo un plan. Observo todo el entorno hasta que algo capta mi atención: justo frente al edificio hay una cafetería con mesas afuera. En una esquina, un hombre con una cachucha está sentado. En el momento que se quita la gorra y la deja sobre la mesa, una idea se instala en mi cabeza.

Cruzo la calle con cuidado, miro a mi alrededor y, con la tenacidad que creía perdida, me escondo detrás de unas plantas cercanas. Con poca dificultad estiro el brazo, agarro la cachucha y salgo corriendo hacia el estacionamiento de la empresa.

A causas desesperadas, soluciones peores. Meto mi cabello miel bajo la sudadera y me pongo la gorra robada. Mi entrada a este lugar está prohibida; aunque he cambiado físicamente y ha pasado tiempo, no puedo arriesgarme.

Espero unos minutos hasta que aparece un auto. Cuando finalmente llega una camioneta, me escondo tras ella para que la seguridad no me vea. Avanzo con ella, paso el filtro, y entonces salgo corriendo a esconderme detrás de los autos estacionados.

Ya dentro del estacionamiento, no puedo dejar que me atrapen hasta llegar al piso donde está la oficina de Eros.

Miro alrededor, pensando en cómo subir. Las escaleras me tomarían demasiado tiempo y sería muy fácil que me atraparan. El ascensor es demasiado visible, rodeado de empleados elegantes que suben y bajan. De repente, una luz se enciende en mi cabeza: el ascensor privado de Eros es la mejor opción. Solo él lo usa. Después de terminar mis pasantías aquí, solía venir y rezaba para que no hubiera cambiado la clave.

Con cautela, miro a los lados para asegurarme de que nadie me haya visto. Corro hacia el ascensor, tecleo la clave y cierro los ojos, con los nervios al límite. Los segundos se sienten eternos hasta que escucho el sonido de las puertas abrirse. Quiero saltar de alegría.

Entro rápido y presiono el botón del último piso. Mientras el ascensor sube, suelto todo el aire acumulado. Lo hago por mi bebé.

El ascensor sube a toda velocidad y en menos de un minuto estoy en el piso exclusivo de Eros. Para mi desgracia, es el último. Tal vez eso sea una mala noticia: con lo malhumorado que es, puede que tenga una rabieta, que se le nuble la cabeza y que me tire por la ventana.



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En el texto hay: bebes, amor, odio amor

Editado: 04.07.2025

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