—Bonnie… Tenemos que irnos, levántate.
Me muevo apenas. El peso de los párpados me vence, pero la voz de Eros me obliga a abrir los ojos.
—No quiero dejarlo —murmuro, la garganta me arde—. Tengo miedo de que se lo lleven.
—Va a estar bien. Nadie lo va a sacar de aquí. Te lo aseguro —responde con firmeza. Luego camina hacia la puerta—. Te espero afuera —añade antes de salir, dejándonos solos.
Con desgano, me siento al borde de la cama. Me paso las manos por la cara, intentando borrar el cansancio y el miedo. Acomodo lo mejor que puedo mi vestido arrugado, peino con los dedos mi cabello y me calzo los tacones como si fueran un castigo.
Me acerco una vez más a mi bebé, que duerme plácidamente ajeno al caos de los adultos.
—Te amo —susurro y dejo un beso largo en su frente, grabándome su olor, su calor, su fragilidad. Luego salgo.
En el pasillo, Eros está hablando con una mujer y un hombre vestidos de manera impecable. Al verme, me hace una señal con la mano para que me acerque.
—Ella es Camila Smith —dice, señalando a la mujer—, enfermera privada. Y él es Harold Pinter. Ambos forman parte del equipo que cuidará de Ángel. Habrá tres enfermeras en turnos rotativos, y Harold estará disponible las 24 horas para cualquier eventualidad. —Sus palabras suenan firmes, casi ejecutivas, como si cerrara una negociación de alto nivel.
Camila sonríe con suavidad, Harold asiente con profesionalismo. Les extiendo la mano, aún sorprendida por el movimiento de fichas de Eros.
—Bonnie Black —me presento.
—La madre de mi hijo —aclara él, con esa voz seca que siempre deja un sabor amargo en el aire.
—Estamos a su disposición —dice Camila. Sus ojos parecen sinceros. Confío en ella… al menos, más que en él.
Ambos asienten y se retiran. Camila entra a la habitación mientras Harold se aleja por el pasillo. Eros se queda apoyado al marco de la puerta, observándome.
—Son de mi entera confianza —dice, al ver que sigo mirando hacia donde se fueron—. Si no lo fueran, no les dejaría a Ángel.
Lentamente me giro hacia él. Lo miro directo a los ojos. Tiene esa expresión seria y segura que siempre ha usado como armadura, y aun así... me cuesta ver bondad en él. Tal vez porque aún tengo miedo. Porque en mi mente sigue viva la idea de que, así como me rompió a mí, puede romper a nuestro hijo.
—Bueno —respondo, bajando la mirada. Esos ojos… tan azules como el cielo después de la tormenta. Tan azules como los de Ángel.
Sin más rodeos, me informa que debemos ir a su oficina. Hay abogados que nos esperan. No me niego. Si es por Ángel, caminaría descalza sobre brasas.
Media hora después, me encuentro nuevamente dentro de su ascensor privado. Esta vez, al menos, fui invitada.
La caja metálica se siente más pequeña de lo que recordaba, como si el aire se comprimiera en cuanto Eros entra. Me arrincono en una esquina, evitando su mirada, enfocándome solo en los números que cambian lentamente sobre la puerta. Piso tras piso, intento distraer a mi mente... pero ella no coopera. Me arrastra, sin permiso, a un recuerdo que parece pertenecer a otra vida, una que me juré no volver a revivir:
Cada vez que lo veía, algo ocurría. Algo que me hacía tropezar, derramar, llamar la atención... la suya. Y Dios sabe que no lo hacía a propósito. Solo que mi torpeza siempre elegía a las personas equivocadas.
La copa de cristal aún se quiere volver resbalar de entre mis dedos, él me mira con los ojos abiertos llenos de burla. Estoy congelada, con los pies clavados en el mármol del salón mientras él, con su voz grave, ordena:
—Entra.
Trago saliva. —No —respondo por lo bajo, apenas audible.
—¿No vas a entrar? Ya verás que sí —dice con esa media sonrisa que me desarma. En un segundo, me levanta como si fuera un saco de papas.
—¡Eres un animal! —le espeto cuando finalmente me baja, y me refugio en una esquina del ascensor.
—Soy lo que tú quieras —se acerca, lento, como si jugara con el silencio—. ¿De dónde saliste, Bonnie? ¿Bob? Me causa curiosidad verte por todos lados haciendo desastres.
—No salí de ningún lado. Estoy haciendo mis pasantías aquí. Me tiene que ver, inevitablemente. Y no son desastres… son accidentes —respondo, sin poder controlar la vergüenza.
—Pues soy el jefe, y nunca me entero de quién hace pasantías, pero tú… tú apareces por todas partes. Ya creo que me está empezando a gustar verte haciendo ridículos, bonita —susurra, tan cerca que me falta el aire—. Pero por ahora, tendrás que pagar por esta camisa manchada.
Las puertas del ascensor se abren.
—Vamos, Bonnie.
La voz de Eros me arranca de mi memoria como un trueno. Esa fue la primera vez que estuvimos solos, la primera vez que lo tuve cerca. El origen de todo. De lo bueno… y de lo terrible.
Camino tras él, con pasos contenidos, hasta unas puertas dobles que se abren con un sonido grave. En la sala de juntas, varias personas nos reciben con un “buenas tardes” casi en coro.
Eros toma asiento en la cabecera, como el dueño absoluto del universo. Me señala el lugar a su derecha, y yo obedezco sin rechistar. A su izquierda está Ashton. Frente a nosotros, Brenda y tres personas más que se presentan como representantes del equipo jurídico encargado del caso de custodia.
Las presentaciones son rápidas, formales. No hay tiempo que perder.
—Necesito soluciones —interviene Eros sin titubeos. Su voz cae como una piedra en el centro de la sala.
El silencio que sigue es denso, espeso, como si a nadie le alcanzara el aire para responderle.
Yo tampoco lo tengo.
—Nos estamos enfrentando a un caso de violencia entre pareja —inicia uno de los tres abogados, con un tono tan neutro que hiela la sangre.
—No exactamente —corrige Ashton, con la voz firme—. Expareja.
El matiz es importante, pero el peso del problema sigue flotando en el aire como una tormenta que apenas comienza.