Capítulo 13
Bonnie
—Sin marcha atrás… —me aferro al pequeño cuerpo de mi hijo, absorbiendo de él la fuerza que ya no encuentro en mí. Necesito su calor para no quebrarme.
Entro lentamente a la habitación. Lo primero que veo es la tela blanca extendida sobre la cama. Un vestido. Mi vestido. De inmediato siento la garganta cerrarse; un nudo se instala ahí, duro, áspero.
—No puedo con esto… —susurro. Un calor intenso me sube a la cabeza. La habitación empieza a girar.
Me siento en la cama con Ángel en brazos. No puedo apartar la vista de ese vestido. No puedo creer que en cuestión de meses llegamos a este punto. Después de esto, lo sé, nada volverá a ser igual. Ese barco ya zarpó. Y yo voy dentro aunque me arda.
—¡Mamaa! —me llama mi hijo, y sus grandes ojos, hoy más azules que nunca, me atraviesan con luz. Tiene una sonrisa enorme, inocente, poderosa.
Verlo así me sostiene. Me da vida. Me justifica.
Sus bracitos se aferran a mi abdomen.
—Mamaa…
—Lo eres todo, bebé —lo envuelvo con fuerza y beso esa cabecita de cabellos negros, idénticos a los de su padre. Esa mezcla perfecta que me rompe y me salva.
El remolino dentro de mí crece. Confusión, rabia, miedo, amor. Lo tomo con cuidado.
Me levanto y acaricio la tela del vestido. Es suave, casi irreal. En otra vida, en otra historia, lo habría admirado con ilusión.
Pero aquí… aquí duele.
Camino hacia el espejo despacio, como si cada paso fuera una decisión irrevocable. Mis manos tiemblan cuando pongo el vestido sobre mi cuerpo, imaginando cómo me veré caminando hacia Eros. Una vida cínica, eso es. La ironía perfecta.
Me giro hacia mi hijo.
—Tu madre se va a casar… —intentando una sonrisa amarga—. Parece una pesadilla.
—Veo que te gustó el vestido que elegí —la voz de Brenda retumba detrás de mí.
Cuando la veo apoyada en el marco de la puerta, con esa sonrisa suave, sé que lleva rato observándome. —. Cuando lo vi supe que era el indicado.
—No tengo claro si darte las gracias por este vestido… o dejarte de hablar por apoyar esta estupidez —le digo, con la tela aún apretada entre mis dedos.
Brenda sonríe con esa calma que siempre me desconcierta.
—Bonnie… ya sé que ahora mismo parece el peor de los escenarios posibles —su voz baja, firme—. Pero te prometo que solo tú sabrás hacia dónde ir. Cómo enfrentar lo que venga. Y puedes intentar enojarte conmigo, pero no tiene sentido… después de todo, yo solo cumplo órdenes.
Le lanzo una mirada de fastidio. Ella ríe suavemente.
—Y la última orden que recibí —añade— es que te esperan en el despacho en cinco minutos.
El mundo se me reduce a un golpe seco en el pecho.
Brenda se acerca y toma a Ángel en brazos, lo acomoda con una ternura que me quiebra un poco más.
—Vamos a dar un paseo por esta bonita casa —dice, acariciando el cabello de mi hijo—. Tú respira. Ve.
Y en su voz hay algo que no dice, algo que yo siento:
que este paso que estoy a punto de dar me parte en dos.
EROS
—Me buscabas.
Su voz —esa voz que me atormenta desde hace años— me obliga a apartar la mirada del mar quieto que se extiende tras los ventanales de mi despacho. Levanto la vista y la encuentro frente a mí, con los hombros rectos y los ojos volcánicos.
—Cierra la puerta. Toma asiento, por favor —le ordeno. Obedece. Siempre obedece cuando la herida es demasiado grande para discutir.
—En cuatro horas será nuestra boda, Bonnie —empiezo—. Y no hemos dejado claro cómo serán las cosas después.
—No hemos hablado —replica— porque todo se ha hecho… unilateralmente. Todo a tu modo. —Sus palabras son cuchillos envueltos en seda—. Y de todos modos estoy segura de que ya tienes todo fríamente calculado. Apuesto que ya conoces nuestro destino.
Quisiera decir que sí. Que soy el monstruo que ella cree. Sería más fácil.
Pero la verdad es otra, más sucia, más miserable.
—Aunque te parezca increíble —respondo con voz controlada— no lo sé todo. Y tampoco puedo con todo. Al final, nada de esto es tan complicado: nos vamos a casar. Eso es todo.
Silencio. Un silencio rudo.
—Hay que hacerlo para que Ángel se quede con nosotros —añado, con un nudo en la garganta que jamás admito.
En realidad, todo va más allá de lo que dejo entrever. La culpa me muerde los huesos: estoy usando a mi hijo para conseguir algo que ni siquiera me atrevo a nombrar en voz alta.
Pero no veo otra salida.
Bonnie respira hondo. Cierra los ojos con fuerza, como si le pesaran los párpados.
—No es tan fácil, Eros. —Su voz se quiebra, pero se mantiene firme—. Es un matrimonio. Eso es algo sagrado.
Me mira de frente. Directo. Sin temblar.
—Y tú y yo… —se detiene, traga saliva— no hay un “tú y yo”. Jamás lo hubo. —Un suspiro hondo, doloroso—. Lo que hay entre nosotros es desprecio. Lo sabes. Para mí eres detestable.
Sus ojos vuelven a cerrarse un segundo. Cuando los abre, hay fuego.
—Me odias… y te odio. Entonces dime… ¿a dónde va a llevar esta pantomima? —Su voz tiembla apenas—. No estoy segura de que esto sea lo mejor para Ángel. Ahora lograremos que se quede con nosotros, sí. Pero cuando crezca y vea cómo somos tú y yo juntos… va a sufrir. Las cosas no se ocultan para siempre.
Las palabras me atraviesan. Me exponen. Me desnuda el alma con esa crueldad honesta que solo ella posee.
Odiarnos es apenas la superficie.
Lo que sentimos —lo que sigue vivo bajo las ruinas— es mil veces peor.
Y yo lo sé.
—Bonnie, esto no va a ser para siempre —digo, sin saber si me refiero al matrimonio o a algo más—. Pero por ahora… es lo que hay que hacer. Eso no se discute más. Te pedí que vinieras porque antes de decir “sí”, tenemos que dejar algunas cosas claras. Reglas de convivencia.
Respiro hondo. Siento su mirada clavada en mí como cuchillos.