Azulejo De Amor

Capitulo 19

EROS

Desde que Bonnie dijo “sí” frente al altar, mi vida ha sido un infierno.
Si alguna vez pensé que casarme con ella era una buena idea, estaba maldito.
Obligarla fue mi peor error; pero la desesperación por no perderla me convirtió en un animal sin juicio, y lo sé.

Todo se volvió aún peor cuando decidió ser mi esposa en todos los sentidos posibles.
No solo en la cama.
No.
También con esas demostraciones de amor que, para cualquiera, serían adorables… pero para mí fueron un tormento.
Era una esposa perfecta ante los ojos del mundo. Sonrisas, atenciones, días enteros a mi lado.
Una pesadilla dorada.

En cambio, cuando me odiaba durante el día y en la noche se rendía a este amor oscuro que los dos arrastramos, era más… tolerable. Más real. Más nuestro.

Pero conozco a Bonnie.
La conozco al punto de saber cuándo respira con intención y cuándo piensa con veneno.
Y sé que todo esto forma parte de su plan para desenterrar mi pasado.
Está convencida de que si me empuja al límite, si agota mi paciencia, si me llena el alma de ruido… voy a estallar.

Y tiene sentido.
Lo tiene.
Pero no voy a caer.

Por eso le sigo el juego.
Si me besa, la beso.
Si me toca, la toco.
Si me provoca, la provoco.
Y si quiere sacarme de mis casillas… entonces me la llevo conmigo, al mismo abismo que ella insiste en abrir.

—¡Maldición, Bonnie! —rujo, cegado por la intensidad—. ¡Déjame prender la puta luz!

—¡No! —se niega, como todas las malditas noches.

Y me hierve la sangre.
Puedo sentirla, puedo tomarla, puedo hundirme en ella… pero no puedo verla.
Nunca.
Y esa es su nueva tortura.

—Se supone que no hablamos mientras estamos en esto —susurra, como si tuviera el derecho de dictar reglas en medio de esta locura.

—¿En esto? —rujo—. ¿Estamos en qué, Bonnie? ¿Haciendo qué?

No responde. Solo escucho su respiración temblar sobre mi rostro. Me exaspera.

—No seas una niñata. Habla las cosas como son: estamos teniendo sexo —escupo, harto—. ¡Por Dios! Me estás tocando las malditas pelotas. En el día eres una esposa devota, pegada a mí como si me amaras. Si no supiera que me gané tu odio a pulso, hasta creería que es real. Pero en las noches me dejas entrar en ti… y no me dejas verte.

Mi voz se eleva sin control.

—Sé lo que intentas. No vas a saber nada de lo que no quiero que sepas. No te interesa la verdad, Bonnie. Te interesa destruirme.

Ella me empuja con fuerza.

—¡Quítate de encima! ¡Muévete, imbécil! —salta de la cama—. ¡Me mientes!
Sus palabras son un látigo.
—Quiero la verdad. Siempre me has mentido. Me la merezco.

—¿Cuál verdad? ¿De qué demonios hablas?

La luz se enciende.
Y ahí está ella: de pie, envuelta en una bata, desbordada de frustración. Sus ojos me acusan como si yo fuera la sombra exacta de su infierno.

—No seas descarado —su voz se quiebra, pero no cede—. Tu maldita verdad. Esa que te llevó a destruirme.

Respira hondo. Está rota. Y lo peor es que yo también.

—Eres lo peor que me ha pasado en la vida —dice, y cada palabra me atraviesa—. Mira hasta dónde me arrastraste.
Alza la mano y me muestra los anillos.
—Soy tu esposa, Eros. Y, más importante aún, soy la madre de tu hijo. Y ni así me crees merecedora de saber nada. De respeto. De razones.
Sus ojos se llenan de lágrimas que duelen como golpes.
—Destruiste nuestra vida, Eros. Yo te amaba más que a mí.

Me desgarran.
Me joden.
No estoy hecho para verla llorar.

—Cállate… —murmuro, poniéndome de pie mientras busco mi ropa interior—. Controla lo que dices, Bonnie. Te lo pido.

—¿Qué me vas a hacer? —se burla con rabia—. ¿Volver a las agresiones?

—Nunca te he pegado —le advierto, furioso—. No seas injusta.

—¿Injusta? —ríe con amargura—. Tú eres el injusto, Eros. Prefieres vivir en un castillo de naipes antes que decirme la verdad.

La miro unos segundos.
Podría decirle todo.
Pero sería el fin.

Hace años, cuando tomé la decisión más estúpida de mi vida, pensé que alejarla era protegerla.
Pensé que destruirnos era lo correcto.
Pero el día que la vi irse bajo la lluvia… mi alma se fue con ella.

Aunque ahora la tengo al lado, su odio sigue siendo mi cárcel.
Y yo sigo pagando la condena que yo mismo fabriqué.

Paso a su lado sin mirarla y salgo de la habitación.
Voy directo a la de mi hijo.
Lo tomo en brazos.
Solo él silencia mi tormenta.
Solo él me da paz.

A la mañana siguiente, abro los ojos y ya estoy echando humo.
No hay sol todavía, la madrugada aún muerde con su brisa helada cuando salgo de la casa.
La puerta del auto es la primera en pagar mi frustración: la azoto con tanta fuerza que el eco retumba en toda la calle.
Después, las avenidas tienen que soportar mi conducción suicida.
No freno, no pienso, no me importa si termino estampado contra otro carro, ya sobreviví a eso.

Mi alma está pidiendo destrucción…
pidiendo cobrarse cada lágrima, cada dolor que le sembré a mi mujer.

Pero irme no es opción.
Nunca lo ha sido.
Domino al demonio dentro de mí solo para presentarme en la empresa cuando el sol por fin asoma.
Mi cara basta para que nadie se atreva a dirigirme la palabra.
A mi paso, todos contienen la respiración como si mi presencia fuera gas venenoso.

Ashton es el único que me mira sin miedo.
Con desprecio…
con preocupación…
con ese maldito dolor que me recuerda quién soy.

La puerta de mi despacho es la tercera víctima de mi furia. La cierro de un portazo que hace vibrar los ventanales.

—¡Maldición! —rujo.

Lanzo mi maletín sin mirar dónde cae.
Me arranco el saco y lo dejo tirado en el suelo.
Cuando levanto la vista, Ashton ya está sentado, piernas cruzadas, como si estuviera frente a un animal herido.



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En el texto hay: bebes, amor, odio amor

Editado: 20.11.2025

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