Capítulo 21
Todo ha sido una mentira.
Esa es la única verdad que conozco ahora.
Y lo que estoy sintiendo no se parece a ningún dolor que haya vivido antes.
Comparado con esto… lo que pasó entre Eros y yo parece nada.
Yo creí que haberlo conocido fue cosa del destino.
Que Ashton había sido un puente, un accidente celestial.
Pero no. Nada fue destino.
Nada fue puro. Nada fue real.
El amor que viví no fue amor.
Y mi hijo…
¡Dios!
¿Mi hijo de qué historia nació?
¿De qué sombra?
¿De qué verdad retorcida?
Sigo mirando el techo frío, inmóvil, esperando que él hable.
Pero Eros permanece en silencio.
Ese silencio que pesa como un cadáver acostado entre los dos.
Me siento débil, desgarrada.
Como si alguien me hubiera arrancado el alma con las manos, dejándome hueca, suspendida en la nada.
—Háblame con la verdad, te lo ruego —digo, sin mirarlo.
Sé que puede sentir la urgencia, la desesperación, el temblor en mi voz.
—Siento que muero, Eros.
Y así es.
Todo se torció desde que encontré aquella foto.
Y se pudrió por completo cuando enterré a mi padre.
Nada tenía sentido.
Nada encajaba.
Todo era una sombra.
—Me siento como una marioneta usada —susurro—.
Usada por ti…
—Un sonido roto se atasca en mi garganta—. ¡Maldita sea! ¡Siento que nada es real! Ni nuestra historia.
Ni nuestro matrimonio. Ni nuestro… h… hijo.
La palabra me arranca el aire.
¿Qué clase de conexión tenía el padre de mi hijo…
y mi padre… a mis espaldas? ¿Por qué tanto silencio? ¿Por qué tanto dolor escondido?
—Dime que estoy equivocada… —pido con un hilo de voz.
Nada. Ni una palabra. Su silencio es una avalancha de arena mojada cayéndome encima, enterrándome viva.
—Por favor… háblame —mi voz se rompe—. Sácame de este hueco donde me estoy hundiendo.
Las ideas que se estrellan en mi cabeza desde que vi esa foto me queman el pecho.
Me queman el alma.
—No sabes lo que me estoy imaginando —susurro—. ¿Por qué conocías a mi padre desde niño? ¿Por qué no lo dijiste cuando fuimos por él? ¿Por qué nunca me lo contaste en todos estos años?
Nada. Solo su respiración contenida. Como si él también fuera un fantasma.
—¡Habla! —grito finalmente, explotando—. ¡Maldita sea, Eros! ¡Habla!
Siento una descarga de energía recorrerme el cuerpo y salto de la cama, quedando de pie de un golpe.
Al verlo… se me mueve todo por dentro. Su rostro me destruye el alma; es su cuerpo, sí, pero sus ojos…
sus ojos están vacíos. Muertos.
—¿Por qué no eres capaz de hablarme con la verdad? —mi voz tiembla, pero sale firme—. Ni siquiera puedes decir una sílaba. ¿Tan horrible es?
Él sigue igual: inmóvil, hundido, con la mirada clavada en algún punto que no soy yo.
Frente a mí, parece haber envejecido mil años.
—¿¡Qué quieres de mí?! —me acerco, quedando frente a frente—. Mírame… ¿no ves que me estás matando con tu silencio?
Agarro su cara entre mis manos.
—¡Dios santo! Por Ángel… te lo ruego. Por ese hijo de ambos que no merece esto, no merece que sus padres se destruyan.
Intento mover su cabeza para que me mire, como si pudiera sacudirlo desde afuera…
pero es inútil.
Es un muro.
Es un fantasma.
—No puedo más —susurro, quebrada.
Lo suelto, doy un paso atrás, rendida. Pero su mano fuerte Y firme me detiene.
—Bonnie… —levanto la mirada.
Y entonces dice una palabra que jamás imaginé escuchar de su boca:
—Perdóname.
Mi corazón se detiene.
Segundo acto:
Eros se arrodilla frente a mí.
Sus brazos rodean mi cintura como si estuviera aferrándose a su última fuente de vida.
—Te debo la vida entera —susurra—. Perdón. Perdóname por ser un cobarde. Por no protegerte. Por intentar odiarte. Por repudiar todo ese amor que construiste en mí. Por acabarnos…
Me quedo sin aire.
Cierro los ojos.
Flashes de toda mi vida junto a él pasan como una película vieja, rayada, dolorosa.
¿Querer odiarme?
¿Por qué querría eso?
Siempre necesité entender por qué cambió tan de repente, por qué se volvió otra persona… tan rápido.
—¿Me odiaste? ¿Lo lograste? —pregunto con un hilo de voz.
—No… —responde.
—Y lo intenté con todo mi ser. Pero no pude.
Su voz tiembla.
—Y tampoco podía dejarte. Maldita sea, te habías convertido en mi vida entera. Por eso hice que me odiaras. Te quería lejos de mí.
Mis piernas flaquean.
—¿Por qué intentaste odiarme? —pregunto.
Él vuelve a callar.
Pero su abrazo se vuelve más firme.
—En un par de meses acabaste con años, Eros. Merezco la explicación que nunca me diste. Yo te amaba…
—No más de lo que yo a ti —dice él. Y lo dice como si esas palabras lo destruyeran por dentro.
—Dime… —respiro hondo— ¿Por qué encontraste a mi padre muerto?
Creo que va a callar de nuevo.
Creo que va a esconderlo todo otra vez.
Pero entonces empieza a hablar.
—Yo conocía a ese hombre como Estéfano Greco —susurra.
Ese nombre flota en mi mente, difuso, como una sombra del pasado.
—¿Quién es Estéfano?
—La verdadera identidad de tu padre.
El mundo se detiene.
Nunca supe eso.
Nunca.
—No lo sabía, Eros…
—Lo sé.
—¿Cuál era tu relación con él?
—Ninguna. Lo odiaba. Lo odio aún.
Su respuesta llega tan rápido que me atraviesa.
—En mi vida solo lo vi unas pocas veces —le digo— y luego desapareció. No puedo refutar lo que digas…pero necesito que seas completamente sincero.
Sus brazos me aprietan con fuerza.
Luego empieza:
—Siempre estuvo en mi vida. Era amigo de mi padre. Tengo su imagen grabada desde que era muy niño.
Mi pecho se encoge.
—Cuando tenía siete años mi padre murió de repente. Mi madre cayó en una depresión profunda… yo la veía desmoronarse día tras día. Y yo… era un niño sin saber qué hacer.