Azulejo De Amor

Capitulo 28

No es la primera vez que me siento perdida.
El parto de mi hijo fue un recordatorio cruel: sola en una sala de partos, con dolores que desgarraban el alma y sin nadie que me sostuviera la mano. Mientras gritaba, mientras lloraba, imaginé —como una tonta— cómo habría sido dar a luz en otra vida, en otra historia donde no estuviera tan rota. Y esa fantasía, absurda y hermosa, fue la fuerza que me ayudó a sobrevivir.

Pero lo que siento ahora es distinto.
Un extravío más hondo, más silencioso.
Un abismo donde sé que me están arrastrando poco a poco.

El reloj marca la una de la mañana.
Sigo sentada exactamente donde me dejaron hace dos horas: el sillón de la sala, inmóvil, mirando el infinito con la mente repleta de sombras. Ni una idea buena. Ni una esperanza clara.

Acepto por fin lo que ya sabía:
Eros no volverá esta noche.
Su silencio lo dice todo.
El misterio que todos cargan en la mirada lo confirma.

No puedo enfrentar lo que venga en este estado. Necesito tener mi alma en pie, mi corazón firme, por mí… y por mis hijos.

Con esa determinación me pongo de pie.

—Voy a dormir… —les anuncio.

Ambos me miran sorprendidos, como si esperaran verme caer hecha pedazos.
No hoy.
No frente a ellos.

—Es muy tarde para que vuelvan a su casa. Vengan conmigo —digo con una calma que ni yo sabía que me quedaba—. Puedo ofrecerles un cuarto donde descansen.

Subo las escaleras y ellos me siguen en silencio.

—Estas son las habitaciones de huéspedes —señalo las puertas—. Nunca se usan, pero siempre están limpias. Descansen… por favor.

Los dejo ahí, tragándose su preocupación, y continúo mi camino.

Entro en la habitación de Ángel. La luz tenue parece una caricia. Su enfermera se pone alerta al verme.

—Señora…

—Tranquila —le digo—. Solo descansaré un rato con él.

Me acerco a la cuna.
Mi hijo duerme profundamente, ajeno a este mundo tan torcido… tan gigantesco para él.

—Renaciste mis esperanzas, hijo… —susurro mientras una lágrima se me escapa—. Y hoy necesito que lo vuelvas a hacer.

Lo cargo con cuidado, con ese mismo temblor que se siente cuando a una se le deshace el corazón. Su olor, ese aroma a vida recién hecha, me llena el alma como un bálsamo. Ángel vuelve a salvarme, como siempre lo ha hecho.

—Me lo llevo conmigo —le digo a la enfermera—. Descansa tú también.

Salgo con mi hijo en brazos.
Al pasar frente a mis amigos, ellos se quedan quietos en medio del pasillo, mirándome con una mezcla de miedo, cariño y un presentimiento que todavía no quieren poner en palabras.

No digo nada.
No puedo.

Al llegar a mi habitación, me meto bajo las sábanas con Ángel pegado a mi pecho. Lo envuelvo con mis brazos, con toda mi vida, con toda mi necesidad.

—Ayúdame a dormir, amor… —le ruego, porque a veces un hijo es el único milagro capaz de sostenernos.

Y cierro los ojos, abrazando a mi pequeño, como si él fuera la última luz en este mundo que parece apagarse.

Al amanecer abro los ojos y lo primero que veo es el rostro de mi hijo. Ese pequeño milagro me ilumina el mundo entero. Por él —y por el que viene en camino— debo mantenerme de pie.

Me levanto con cuidado, dejo a Ángel durmiendo un poco más y voy directo al baño. El agua caliente me cae encima como un intento fallido de arrancarme la angustia, pero por lo menos me ayuda a despejar la cabeza. Al terminar, escucho ruidos en el piso de abajo.

Bajo las escaleras dejando a la enfermera a cargo del niño.

En la sala ya están Rachel y Dylan, y esta vez los acompaña Brenda.

—Qué madrugadores… —comento con una ironía que se me escapa sin permiso.

—Buenos días, mi amor… —Brenda me abraza y yo acepto el gesto, porque lo necesitaba más de lo que quiero admitir.

Pero tal como lo imaginé, evade la verdad.
Me habla en círculos.
No me dice nada.
Y eso es gasolina pura para mi desesperación.

—¡No soy una idiota! —le espeto. Intenta hablar, pero levanto la mano—. Si vienes a mi casa a decirme que me calme, te devuelves por donde entraste. Y ustedes también —lanzo una mirada dura a mis amigos—. Brenda, pensé que estabas de mi lado. Resulta que Eros desaparece y tú vienes a ponerme paños de agua fría.

La ira crece, furiosa, imparable.
Nadie va a detenerla ahora.

—Dame tu celular —le exijo.
Se queda congelada.
—¡Que me des el celular!

—Bonnie… no es buena idea.

—Sí lo es —doy un paso hacia ella—. Dame el celular. Ahora.

Las tres personas que mandaron para apaciguarme están logrando exactamente lo contrario.
Mi paciencia está colgando de un hilo.

—¡Qué demonios! ¿Hablo en chino o qué? —escupo.

De mala gana, Brenda saca su celular y me lo entrega. Sé que parezco un huracán, pero no tengo otra opción. Si no peleo por la verdad, la verdad me aplasta.

Marco el número de Ashton.
Primera llamada.
Segunda.
Tercera.
Al fin, contesta.

—Hola, hermana… ¿Lograste tranquilizar a Bonnie mientras logramos sacar a Eros de aquí?

Ninguno de los tres sedantes andantes que me mandaste he tomado —rujo—. De hecho, quiero que desaparezcan de mi vista porque me están ocultando cosas… —miro a los tres con rabia ardiente— igual que tú y mi esposo. ¿De dónde vas a sacar a Eros? No admito más omisiones.

—Estamos protegiéndote —su voz calma me irrita aún más—. Sobre todo Eros.

—Te estás ganando que te retire el habla, Ashton. No necesito que me protejan de la maldita verdad. No soy una niña, tengo criterio, puedo entender lo que sucede. Eros no puede seguir creyendo que proteger es ocultar. Se está equivocando… y ustedes también.

Camino por la sala como fiera acorralada mientras le grito al teléfono.

—¿Dónde está?

Silencio.
Uno que me hace temblar.

—Definitivamente… o ustedes hablan otro idioma —el idioma de las mentiras— o yo tengo una dicción horrible —Silencio—. ¡Habla! —estallo— ¡O te juro que desaparezco con mis hijos! ¡Desaparezco, y ni tú ni él ni nadie vuelve a verme en su vida! ¡Habla, Ashton!



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En el texto hay: bebes, amor, odio amor

Editado: 20.11.2025

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