Capítulo 31
Final
Eros
Es la primera vez que noto que el sol brilla demasiado, como si estuviera celebrando algo conmigo. El cielo es tan azul que duele mirarlo, y las nubes parecen figuras dibujadas solo para recordarme que aún existe belleza en este mundo. En silencio me prometo no volver a pasar por alto estos pequeños milagros, estos detalles que dan vida a la vida.
Pasé tres meses en una celda oscura, sin aire y sin tiempo. Tres meses donde la soledad no pesaba tanto como la idea de Bonnie afuera, cargando todo sola; como la certeza de que mi hijo dormía cada noche sin mí; como el miedo punzante de perder el nacimiento de mi hija. Esa impotencia era más cruel que cualquier pared fría.
Las noches eran interminables. Y las noticias que llegaban desde afuera nunca traían luz. Hubo momentos en los que mi mente —ese enemigo silencioso— intentó convencerme de que este encierro era mi castigo merecido por cada error, por cada herida que dejé atrás.
Pero siempre había algo más fuerte que la culpa.
Cerraba los ojos y ella aparecía.
Una sonrisa.
Su sonrisa.
El único santuario dentro de esas paredes.
Estoy perdido en esa ensoñación cuando siento un apretón suave en mi mano. Vuelvo al presente. Mis labios se curvan. No podría evitarlo ni aunque quisiera.
—Lo logramos —digo, y al girar para verla, mi alma se expande hasta el borde del pecho.
Bonnie.
Mi Bonnie.
Ella está ahí, de pie, pegada a mí, sin soltar mi mano. Sus ojos brillan tanto como el sol encima de nosotros; me mira como si la vida se hubiera acomodado por fin en su lugar. No deja de sonreír.
El reflejo de un movimiento me obliga a bajar la mirada: con su mano libre acaricia su barriga, lenta, suave, con ese amor que no admite explicación humana.
—Lo lograste tú, Bonnie. Nunca más voy a subestimar tu valentía.
No recuerdo haber estado tan exhausto. Solo supe lo cansado que estaba cuando mi cabeza tocó la almohada. Y entonces me dejé caer, profundo, en un sueño que parecía arrastrar todos los desvelos acumulados.
Pero en la madrugada mis sentidos se activan de golpe. Abro los ojos y tanteo la cama con la mano, buscando su calor… y no está. Me enderezo de inmediato.
—Tenía miedo de que al despertar no estuvieras conmigo —su confesión me encuentra en la oscuridad, allí, parada a un paso de la cama. Y es lo más adorable, lo más puro que he escuchado en mi vida.
—Mientras me quieras a tu lado —le digo— aquí estaré.
—¿Ya nada nos va a alejar? —sus ojos tiemblan. Nego con la cabeza.
—¿Ya todo acabó? ¿Promételo?
—Sí, mi amor… —me acerco y la tomo del rostro— todo lo que quiso destruirnos está muerto o en una cárcel. Ahora todo depende de nosotros.
Acaricio su mejilla, beso su frente, beso su miedo.
—Cuidarte es mi destino, Bonnie. Ven… ven a dormir. Cura mi soledad.
Ella se mete bajo las sábanas y se pega a mi pecho, como si quisiera coserse a mi respiración.
Y por primera vez en mucho tiempo, el mundo descansa con nosotros.
Dicen que los años pasan lento, pero los días vuelan. En la cárcel todo era eterno… pero ahora, en casa, esa frase por fin me hace sentido.
Cada momento era todo. Cada gesto, cada respiración compartida, cada madrugada abrazados. Y también este instante, este que estoy viviendo ahora, donde me tiemblan las manos sin poder evitarlo. La alegría y el nerviosismo mezclados… una sensación nueva que jamás pensé volver a sentir.
En esas noches de celda lloré cientos de veces imaginando que no viviría algo así.
—No quiero que te desmayes en el parto —me regaña, divertida—. No me vas a servir de nada. Es solo una ecografía. Relájate y respira.
—¿No sabes qué es todavía, verdad?
—Es una niña —responde con esa seguridad que me derrite—. Solo vinimos a confirmarlo. En los chequeos anteriores no quise saber… quería que estuvieras aquí.
—¿Y por qué se demora tanto la doctora? —pregunto con desesperación.
—Bájale, Eros… —pone los ojos en blanco, como si yo fuera el embarazado.
Alzo las manos, rindiéndome, pero los nervios no ceden.
Es la primera vez que voy a ver a un hijo mío mientras aún está en el vientre de su madre. La primera vez. Para Ángel yo no estuve… no estuve en nada. Ahora todo es nuevo, y todo duele y cura al mismo tiempo.
Cuando por fin comienzan a monitorear su barriga, mi pulso se desboca. El sonido del corazón retumba en la habitación, tan pequeño, tan firme… tan nuestro. Solo puedo fijar la vista en esas manchas que aparecen en la pantalla, intentando descifrar un universo dentro de ella.
—¿Un emocionado papá? —pregunta la doctora.
Yo la ignoro por completo, pero escucho la voz dulce de Bonnie:
—Desbordado, diría yo.
—Bueno —continúa la doctora—, sea lo que sea, lo recibirán con felicidad… pero puedo confirmar que están esperando una niña.
Suelto el aire que tenía atorado en los pulmones. Su pecho sube y baja con emoción, y mi mano busca la suya sin pensarlo.
Los días comenzaron a correr. Los meses… volaron.
Y fueron, sin exagerar, los meses más felices de mi vida.
Me dediqué a que ella tuviera el embarazo más hermoso posible, queriendo borrar con mis manos cada sombra de soledad que vivió antes.
Cada madrugada cuidé de sus antojos, cada dolorcito, cada miedo, cada silencio.
Y cada vez que la barriga se movía, sentía que mi mundo entero respiraba dentro de ella.
—Ni se te ocurra —suelto una carcajada.
—Tu madre es una exagerada, Ángel —mi hijo ríe, mostrando sus dientes llenos de galletas.
—Mamá… cárgame —cada día habla más, su vocecita es música.
Con cuidado lo tomo y lo acomodo en sus brazos, lo mejor que puedo, teniendo en cuenta su barriga inmensa de cuarenta semanas. Nuestra hija puede nacer literalmente en cualquier segundo.