—¿Puedes tranquilizarte? —verla caminar de un lado a otro me estaba mareando—. No es para tanto, mamá. Es solo un paso más en la vida.
El quejido que suelta casi me hace reír.
—¿Solo un paso? —sus ojos, afilados y llenos de esa furia dulce que veo en mi hermana, me atraviesan—. ¡Ángel, por Dios! Es el gran paso.
—No seas exagerada —digo, sentándome en la silla más cercana para evitar que me fulmine.
—Todavía no supero que seas igual a tu padre —viene hacia mí y toma mi rostro entre sus manos—. No solo heredaste su cara, sus gestos y sus ojos. También te ganaste su carácter. Obviamente, salir del colegio para ir a la universidad te iba a parecer poca cosa.
—Mamá… —la miro. Para mí ella siempre será la mujer más hermosa del mundo—. No va a ser sencillo. Tendré que dividirme entre la universidad y el trabajo con papá. Pero no es algo sentimental.
—¡Claro que es sentimental! —dice como si fuera la obviedad más grande de la tierra—. Mi bebé, mi Ángel, ya es un hombre.
Lo que ella nunca entendió es que nada ni nadie le quitó su trono. Ni siquiera mi hermana, que es lo que más amo. Mi mamá siempre ha sido mi refugio. Vivió cuidándome desde que nací, incluso demasiado. Durante mi adolescencia me desesperaba, lo admito. Pero luego entendí: ella luchó conmigo desde mis primeras fiebres. Cada susto la marcó.
La abrazo, reprimiendo una carcajada.
—Mamá… primero amas que me parezca a Eros, que según tú él fue esculpido solo para ti.
Me golpea las costillas y salto.
—Es pecado burlarse de su madre, Ángel.
Esta vez sí río.
—Perdón, perdón… Segundo: no me voy de casa. Al menos, no pronto. Y crecer es relativo… siempre seré tu hijo —me acerco a su oído— tu preferido.
Ella ríe.
—También heredaste sus pésimos chistes.
Me alejo y vuelvo a sentarme. Unos pasos firmes se escuchan en el pasillo. Ni siquiera necesito ver la silueta para saber quién es.
Mi padre entra con esa postura dura y autoritaria que lo ha caracterizado siempre. A veces lo observo y me pregunto cómo fue su historia con mamá. Cómo dos personas tan distintas terminaron siendo uno. Él, ante el mundo, es un muro de piedra; ante ella, simplemente se rinde. Ella es su universo entero.
—Hola, papá —lo saludo.
—Hola, hijo —me besa la frente—. ¿Tu madre haciéndote drama?
—Eros… —lo regaña mamá.
Mi padre se acerca a ella, le levanta la barbilla con la suavidad que solo él tiene para ella.
—No es fácil para mí tampoco —le dice—. Verlo crecer, verlo iniciar su camino… pero estoy orgulloso de él. Y del trabajo que tú has hecho con Ángel y con Avil. Yo solo aprendí de ti.
Los observo. Siempre he sentido curiosidad por la historia que los unió. Nunca fueron el típico matrimonio de arrumacos y exceso de besos. De niño no recuerdo demasiadas muestras de afecto… pero sí recuerdo algo: que siempre estaban el uno al lado del otro. Inquebrantables. Unidos. Invencibles.
—Nos vamos —dice mi hermana, apareciendo en el marco de la puerta.
—Cero berrinche —le advierto. Ella me saca la lengua; caprichosa y consentida, pero con un corazón gigante.
Fue la única capaz de hacer que mi padre dejara todo tirado por ella. A los diez años se enojó con él porque no la despertó para ir al colegio y fue capaz de irse sin darle un beso. Fingió una caída por las escaleras para que lo llamaran solo a él. A nadie más.
Mi hermana es una versión mimada de mamá. Todos nos desvivimos por ella. Papá suele decirle "vida"… y lo entiende literal.
—Ya saben qué hacer antes de salir —ordena mamá.
Y todos obedecemos. Porque en esta casa la autoridad siempre fue Bonnie.
Mi hermana y yo nos acercamos al mismo tiempo. Abrazamos a nuestros padres.
—Los amo —decimos al unísono.
Y al ver sus rostros, entiendo algo:
las buenas historias no mueren, solo se transforman.
Tal vez un día ellos nos cuenten su pasado.
O tal vez nunca lo hagan.
Hay historias que se convierten en misterio, como una brisa que solo se siente, pero no se ve.
La de Eros y Bonnie es una de ellas.
Y yo espero presenciarla hasta el último latido de sus vidas.