Prólogo
Cuando decidí arrastrarme hasta aquí como el único soplo de esperanza que me quedaba, jamás imaginé que podría llegar a sentirme tan humillada, herida y sin fuerzas para seguir de pie.
—Solo esperaba una sola cosa de ti —los truenos componían una fenomenal banda sonora para mi patética voz, que luchaba por ser escuchada—. Eres mi última esperanza.
—¡Vete! —mis neuronas cansadas intentaban procesar sus palabras—. Te estoy hablando claro: lárgate, no te quiero ver más. Entiéndelo.
Con esa frase destruyó toda ilusión que mi pobre y estúpido corazón aún guardaba. Siento que no puedo conmigo misma. Le he dado todo y, al final, no signifiqué nada para él. Sus ojos azules, ahora oscuros, me miran con frialdad. De mi garganta brota un quejido ronco y dejo salir, desde lo más profundo de mi alma, todo el dolor que llevo dentro.
—Me destruiste, me acabaste, me aniquilaste. Solo tú tenías la capacidad de hacerme sufrir con una sola palabra. Felicitaciones, me has matado en vida —aplaudo con ironía—. No te importó nada, ni siquiera que juraste jamás dañar mi vida —digo con todo el dolor de mi alma—. Que Dios te perdone, porque yo no lo haré.
—Solamente cállate, no seas patética —gruñe mientras agarra mi brazo y me empuja hacia la puerta de su casa… esa casa que alguna vez creí que era mi felicidad—. Y no vuelvas.
Es ahí cuando todo el peso de la situación me cae encima. Con las pocas fuerzas que me quedan, salgo corriendo de allí.
Mis lágrimas nublan mi visión. El dolor en mi alma es tan grande que incluso respirar se ha convertido en la tarea más difícil. No puedo asimilar en qué se ha convertido… en qué me ha convertido.
Su voz, esa estúpida voz, retumba en mi cabeza. Sus palabras, llenas de desprecio y asco, solo aumentan mi desdicha. El rencor que siento hacia él crece más y más, hasta transformarme en lo que nunca quise ser: una persona triste y sin esperanzas. Él se llevó toda la luz y la alegría que mi alma tenía.
—Bonnie —lo escucho gritar—, ¡mira lo que eres! ¿De verdad creíste que cambiaría por ti? No eres nadie… y nunca serás nada.
Sus palabras me desgarran el alma. No puedo con esto. Sigo caminando hacia el portón de su casa, dejando atrás todo: mi corazón, mi alma, mi espíritu. Simplemente… ya no soy nada.
Al llegar a la carretera, mi cuerpo se desploma sobre el suelo. No puedo más. Pero los mismos brazos que siempre me cobijan vuelven a salvarme.
Siento que me abraza mi mejor amiga.
—¿Qué pasó? ¿Por qué estás así? Él nos iba a ayudar. Odio pedirle algo, pero era nuestra última opción.
—No nos va a ayudar. Me echó. Ni siquiera me dejó hablar. Desde ahora, él nunca existió. Vamos por nuestras maletas. Tendremos que dormir en la calle. Lo siento. Todo esto es mi culpa. Nunca debí confiar en él… ni meterte en este lío.
—Tranquila...
Asiento. Nos ponemos de pie. Tengo que ser fuerte. No es la primera pérdida que sufro.
Pero al erguirme, el mundo da vueltas… y todo se vuelve oscuro. Muy oscuro.
—Te odio, Eros —esas son mis últimas palabras.