Las historias más antiguas y hermosas
son contadas de generación en generación, mientras las estrellas sigan brillando,
porque en ellas se guardan los secretos de toda la creación, de la vida y del universo.
Mi abuela, amante de las antiguas tradiciones, solía contarme cómo fue creada la existencia,
cómo el universo se expandió hasta cubrir el vacío con estrellas y galaxias.
Ella me decía que:
Antes de que existiera el universo, antes de que la vida tomara forma o significado,
solo había un infinito vacío, donde reinaban el silencio y la soledad.
No existía el tiempo, ni la materia, ni la existencia...
solo el silencio de la nada.
Pero entonces, una voz resonó en cada rincón de la oscuridad.
Una voz que era principio y fin,
una voz que ningún mortal podría escuchar.
Con una sola oración, interrumpió el silencio del vacío:
—“Que se haga la luz.”
La luz comenzó a expandirse como un río de fuego ancestral,
trazando senderos dorados en el tejido del vacío.
Surgieron las estrellas, las galaxias y los mundos,
cada uno con un propósito y una belleza única.
Entonces, las manos del Creador se alzaron en medio del fuego celestial
y tomaron una esfera incandescente.
La moldeó con fuerza y sabiduría,
y cuando sopló sobre ella, la chispa de la existencia encendió su interior.
Así nacieron las primeras facciones:
guardianes de toda la existencia y del equilibrio,
testigos del primer amanecer del cosmos.
Como un artista que pintaba cada rincón de su lienzo,
el Creador siguió expandiendo su luz.
De esa misma luz, creó a unos seres llamados ángeles,
y entre ellos estableció jerarquías.
Pero hubo uno especial, al que nombró Luzbel,
un serafín hermoso y sabio,
la mano derecha del Creador.
Luzbel fue testigo de la creación del primer hombre.
Pero su corazón se envenenó con los celos:
deseaba ser como el Creador,
crear y reinar sobre toda la vida.
El Creador contempló su obra y vio que era buena.
Todo vivía en armonía.
Durante seis días moldeó y perfeccionó su creación,
y en el séptimo descansó.
Con un gesto final, otorgó a todas sus criaturas el don supremo:
el libre albedrío.
No deseaba súbditos que lo sirvieran por obligación,
sino seres que lo siguieran por amor.
Luzbel caminó por el Jardín del Edén,
recorrió cada rincón del universo y descubrió los secretos del Creador.
Pero su corazón se contaminó aún más,
y su orgullo lo consumió.
Entonces, llegó a los cielos y, como un susurro maldito,
habló a sus hermanos:
—“¿Por qué inclinarnos ante el trono, si podemos sentarnos?”
—“Podemos ser dioses también.”
La mitad aceptó su propuesta.
Permitieron que sus corazones se contaminaran
y perdieron la conexión con su Creador.
Así estalló una gran guerra en el reino celestial:
los que seguían a Luzbel contra los que permanecían fieles al Creador.
Días pasaron hasta que hubo un vencedor.
El Creador expulsó a los rebeldes,
y como estrellas ardientes cayeron a la Tierra.
Y así comenzó una era que todos recordaríamos…
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Editado: 31.10.2025