Winfield, Kansas.
Dos supuestos agentes del FBI investigaban el aparente suicidio que había tenido lugar en la Holy Grace Church. El sacerdote Peterson, un hombre entrado en sus sesenta años y con el cabello completamente teñido por las canas, los guiaba amablemente a través de la nave central mientras detallaba la muerte de uno de sus feligreses.
—Fue un suicidio. Yo mismo lo vi. Ahí es donde Jeff lo hizo. Era la primera vez que lo veía en semanas. Solía venir todos los domingos, pero dejó de hacerlo.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Sam.
—Hace como dos meses. Al mismo tiempo que todo lo demás empezó a cambiar.
—Cambiar cómo.
—Digamos que este solía ser un pueblo del que podías estar orgulloso. La gente se preocupaba por los demás. La comunidad era una piña. Jeff era un voluntario de la iglesia. Y de la noche a la mañana se convirtió en otro hombre. Era como si estuviera...
—Poseído. —expuso Dean.
—Podría decirse de esa manera. Empezó a apostar todo su dinero. Le era infiel a su esposa. Hasta destruyó su negocio.
—¿Padre, conocía usted al hombre que mató al árbitro con un bate de baseball?
El sacerdote asintió con un golpe de cabeza.
—David Jenkins. Era un buen hombr, pero su carácter también cambió radicalmente.
—¿Sabe si a Jeff y David les unía algún tipo de relación? ¿Tenían algo en común?
—No. Bueno, eran vecinos. Somos un pueblo pequeño y todos nos conocemos, pero que yo sepa no eran amigos. Aunque tampoco se llevaban mal. Todo lo que se me ocurre es que ambos empezaron a ser asiduos a un nuevo bar... El Liberalia, creo que se llama así.
Sam y Dean intercambiaron una mirada llena de afinidad, habían pensado lo mismo, tenían una nueva pista que seguir.
—Gracias, Padre. Le agradecemos su tiempo. —Peterson se retiró y los hermanos dirigieron sus pasos fuera de la iglesia—. Creo que está claro que lidiamos con un demonio.
—No estoy tan seguro, Dean. ¿Por qué un demonio se volaría la cabeza?
—¿Por diversión? Coge a un hombre bueno y lo convierte en basura. Destroza su vida y la de los de su alrededor y luego boom salta a otro cuerpo.
—Lo que está claro es que se abre un nuevo bar y este pueblo se convierte en una especie de Las Vegas. Creo que no es una coincidencia.
—Al Liberalia entonces.
El ruidoso motor del Impala estacionó frente a un llamativo edificio de ladrillos rojos donde el letrero dorado del bar resaltaba en una elegante caligrafía, compartiendo protagonismo con la hiedra que escalaba por la pared.
El interior del local apenas podía ser adivinado desde la calle. Unas tupidas cortinas de terciopelo carmesí cubrían el gran ventanal. Y en la entrada, dos majestuosas columnas de estilo jónico escoltaban la doble puerta.
Los hermanos cruzaron el umbral y se llevaron una gran sorpresa al ver el animado ambiente que se respiraba en el interior. Las mesas estaban abarrotadas, al igual que la barra del bar, y el alcohol se servía como si de agua se tratase mientras una suave melodía inundaba el local.
—Pensé que habías dicho que era un pueblo industrial aburrido. —comentó Dean fijándose en todo aquel gentío. Y en especial, en las hermosas camareras, las cuales vestían de negro riguroso y portaban diademas de hiedra y vid.
—Lo es. O por lo menos lo era.
El mayor de los Winchester hizo una divertida mueca con su boca y se frotó las manos.
—¿A qué estamos esperando? Investiguemos. —dijo antes de seguir a una menuda chica pelirroja que acababa de sonreírle.
Sam negó con la cabeza y caminó hacia la barra, tomando asiento en uno de los pocos taburetes libres que quedaban. Tras la misma, una chica de estatura media y cabello corto y negruzco como el carbón, servía copas de vino a un grupo de hombres.
El cazador observó sus movimientos con interés. Como todas las camareras del lugar, vestía totalmente de negro. Llevaba una minifalda de cuero y una blusa semitransparente que dejaba entrever su fino sostén. Tenía un cuerpo atlético, y unas largas y torneadas piernas bronceadas que podían ser la perdición de cualquier hombre. Y Sam no dejaba de ser uno.
—Invita la casa. —Le sonrió la chica, deslizando una copa de vino sobre la barra al notar la mirada de él sobre su persona.
Sam se revolvió incómodo sobre su asiento al verse sorprendido mirándola de aquel modo.
—Gracias. —carraspeó—. Pero estoy de servicio. Soy el agente Smith. FBI.
—No se ofenda, pero no parece un agente de la ley. Creo que más bien es el tipo de hombre que se mete en problemas. ¿Me equivocó, señor Smith?
—Sam. Y puede tutearme.
—Tú también. Soy Shirley. Vamos, no estás de servicio. Y este vino merece la pena.
Sam sonrió y finalmente aceptó el trago. El líquido descendió por su garganta dejando a su paso un agradable sabor afrutado. No había probado muchos vinos en su vida, su presupuesto no le permitía gastarse el dinero en bebidas más allá de cervezas o el whiskey barato de su hermano, pero aquel néctar le resultó delicioso.