Para nadie es un secreto que los años de la secundaría eran los más dolorosos y satisfactorios que experimentaban los adolescentes. Esa complicidad con un grupo específico de amigos, los secretos entre cada aula, los profesores malgeniados y aquellos que eran una caja de felicidad, los roces entre amoríos y por supuesto, los enemigos jurados a muerte, esos que con solo verse generan tensión entre los pasillos y sus discusiones son el pan de cada día para el alumnado y profesorado. El instituto central de Londres no era la excepción, y llenaba cada recuadro, sobre todo, en la parte de enemigos jurados.
El comienzo de clases estaba lleno de entusiasmo para los alumnos de los primeros años y resignación entre los rostros de los alumnos de último año, quienes esperaban impacientes por tres cosas que hacían de ese año el mejor de todos; 1) El último campeonato de fútbol que podrían jugar y apoyar, 2) Su última participación en el campeonato de porristas y 3) El baile de graduación.
Para sorpresa de muchos, ya los horarios para las prácticas del equipo de fútbol estaban establecidos, al igual que el del equipo de porristas y para más estupefacción de todos, por primera vez tenían horarios continuos, terminaba de entrenar un equipo y a los segundos comenzaba el otro. Por la cabeza de los estudiantes pasaban los misma preguntas llenas de nervios y apuestas; ¿A quién se le había ocurrido tal atrocidad? ¿Cuántos minutos pasarían para que los capitanes de cada equipo formaran la tercera guerra mundial? ¿Cómo era posible que pusieran a esos dos tan cerca?
Todos hablaban sobre lo que pasaría ese día, que además de ser el primero del año, era el primer día de entrenamiento, lo que era raro debido a que cada año los entrenamientos comenzaban dos semanas después del inicio de clases.
Una muchacha castaña y de baja estatura se acercó a la cartelera con curiosidad, portaba su uniforme de porrista con una sonrisa orgullosa, la cual poco a poco se fue borrando de su rostro mientras sus ojos cafés leían con rapidez el horario de entrenamiento.
Tiene que ser una broma, pensó mientras releía la información para dar crédito a la misma.
—Genial, ahora tengo que cruzarme al idiota antes de cada entrenamiento. —murmuró con ironía. —Simplemente genial.
Cassidy Black no podía dejar de fruncir el ceño mientras sus ojos seguían fijos en la hoja blanca donde se observaban los horarios de entrenamientos. Para su disgusto, además de tener el horario continuo al de su mayor pesadilla, tenían un entrenamiento compartido a la semana, específicamente los viernes por la tarde. Si había cosas claras e indiscutibles en el mundo era que ella jamás podría estar de acuerdo con el idiota descerebrado.
Por unos segundos se quedó inmóvil, pensando una manera de solucionar el tener que pasar cada tarde de su último año encontrándose a ese chico. Una cosa eran las clases, donde el uno era inexistente para el otro, pero de ahí a tener que mantener los entrenamientos juntos era otro cantar.
Con paso decidido fue hasta la oficina del director Platt, no podía creer que era su primer día y ya iba a tener que estar con el director, y como siempre desde hace seis años, el motivo era un chico de cabello rubio platinado y ojos grises como el mercurio. ¡Ni siquiera había comenzado la primera ahora de clases!
Recorrió los conocidos pasillos de paredes blancas hasta encontrar la conocida puerta que tenía una pequeña inscripción en la parte superior, donde se leía claramente en letras negras; Rectoría. Entro con lentitud y le sonrío a la encantadora secretaria del señor Platt, Daisy Montgomery, una joven muchacha de cabello negro corto hasta la altura de la mandíbula.
—Cassie, buenos días, cariño. ¿En qué puedo ayudarte? —pregunto la muchacha, regalándole una sonrisa a la castaña. —Imagino que vienes por el tema de los horarios, ¿Cierto?
Cassidy asintió simplemente y sin esperar una palabra caminó hasta la oficina del señor Platt, donde irrumpió llevándose una sorpresa. El señor Platt estaba sentado con una expresión de aburrimiento en su envejecido rostro, su cabello negro con indicios de calvicie estaba pulcramente peinado sin dejar saltar ni una sola hebra fuera de su lugar, llevaba su traje gris de manera pulcra y sus ojos cafés mostraron una mueca de resignación al verla entrar. Para desagrado de Cassie, no estaba solo, frente a él había un joven de pie, uno que ella conocía muy bien. Su cabello platino y sus ojos grises la observaron con burla por unos segundos mientras sus labios de un rosa pálido se curvaban en una sonrisa socarrona.
La castaña alzó una ceja ante la mirada del muchacho.
Adam Davies podía ser muchas cosas, entre ellas se contaban que era endiabladamente atractivo (Cosa que jamás admitiría Cassie), un arrogante insufrible y sobre todo, su enemigo jurado desde los once años. Jamás habían logrado llevarse bien, sin contar que nunca lo intentaron realmente, sin embargo, entre ellos no existía más que comentarios mordaces e irónicos, sarcásticos e hirientes, humillaciones y burlas y alguna que otra vez, momentos donde simplemente se ignoraban.