El estudio de danza tenía ese eco particular, el de las suelas de los zapatos rozando el suelo de madera, mezclado con las instrucciones firmes del profesor. Para Anna, que apenas tenía siete años, el lugar era imponente. Las paredes cubiertas de espejos y las enormes ventanas dejaban entrar el sol de la tarde, creando un reflejo cálido sobre el suelo que brillaba con cada paso de los bailarines.
—Bien, chicos, hoy formaremos parejas —dijo el profesor, cortando el aire con autoridad.
Anna sintió cómo su cuerpo se tensaba. Formar parejas significaba estar frente a otro niño, bailar para alguien más. Y aunque quería impresionar, el miedo a fallar la hacía sentir pequeña. Cuando el profesor se acercó a ella, le dedicó una sonrisa leve antes de señalar a un niño que estaba al otro lado de la sala.
—Kael, ven acá —llamó el profesor—. Vas a bailar con Anna.
Un niño de cabello oscuro y ojos serios, se acercó con pasos firmes, sin prisa. Anna ya lo había visto en clases anteriores; a diferencia de ella y los demás, Kael era más alto, y a sus nueve años, se movía con una confianza que Anna encontraba intimidante. Sabía que él llevaba más tiempo en la academia, y eso se notaba. Nunca lo había visto tropezar o dudar en un paso.
Anna lo miró con nerviosismo, mientras Kael la observaba con una expresión serena. No parecía estar tan nervioso como ella. De hecho, Kael apenas la miró, concentrado en prepararse para seguir las indicaciones del profesor.
—Hola —murmuró Anna, rompiendo el silencio.
Kael asintió, sin decir nada al principio, pero luego, con una sonrisa leve, respondió:
—Hola.
La música comenzó a sonar con una melodía lenta y suave. Mientras el profesor indicaba los movimientos, Kael extendió una mano hacia Anna, esperando a que ella la tomara.
Al principio, los pasos eran torpes. Anna intentaba seguir las instrucciones, pero su mente estaba ocupada en no tropezar. Los nervios la hacían pensar demasiado, y cada vez que sentía que fallaba, miraba de reojo a Kael, esperando algún reto o queja de su parte. Él, en cambio, parecía calmado, como si estuviera concentrado en algo más que los movimientos...
—Tienes que relajar los hombros —le susurró Kael de repente, sin mirarla, pero con una seguridad que la sorprendió.
—¿Qué? —Anna lo miró, desconcertada.
—Tus hombros —repitió Kael y puso su vista en ella—. Si te relajas, te saldrá mejor.
Anna hizo caso a su consejo, y notó la diferencia. La tensión desapareció junto al peso que le impedía moverse con agilidad.
—Muy bien, chicos. Pueden descansar un poco —ordenó el profesor.
Anna se soltó en un segundo dando un suspiro de alivio. Si bien a lo último había mejorado, no quería que Kalel creyera que no tenía talento para el baile.
—¿Siempre bailas así de bien? —preguntó, medio en broma, pero con verdadera curiosidad. Quería aprender cómo irradiaba calma.
Kael encogió los hombros, mirando al suelo como si la pregunta fuera incómoda.
—No lo sé. Solo... me gusta bailar —respondió, con una sinceridad simple que hizo que Anna sonriera.
—A mí también. Pero siempre me pongo nerviosa —confesó, mordiendo ligeramente su labio inferior.
Kael la miró por un momento, y aunque no dijo nada, Anna notó que su mirada era suave, casi comprensiva, como si entendiera exactamente lo que ella estaba sintiendo.
—Yo también me ponía nervioso al principio, no quería pasar vergüenza —dijo al fin—. Pero cuando empieza la música, solo trato de olvidarlo y me dejo llevar por la melodía. Puedes intentarlo. Seguro te funciona.
Anna asintió, como si esas palabras hubieran resuelto algo en su mente. Kael, aunque mayor y más experimentado, no la había hecho sentir pequeña o que todavía no estaba a su nivel. Al contrario, había compartido con ella una simple verdad: incluso las personas más seguras alguna vez en la vida habían dudado.