Mía
Me desperté de nuevo con un grito que se desvaneció en el aire denso de una noche calurosa.
Las sábanas se pegaban a mi cuerpo sudoroso, y mi corazón latía como si acabara de correr un maratón. A través de las persianas se filtraba la luz de la luna, cortando la oscuridad del dormitorio en franjas plateadas.
Tercera noche consecutiva: el mismo sueño, el mismo hombre.
Me senté en la cama e inhalé el aire que olía a sueño y a madera de sándalo. Las imágenes aún parpadeaban ante mis ojos, disolviéndose como la niebla matutina.
Un salón de baile rojo. El resplandor de decenas de velas, el aire cargado de cera y aromas especiados. Y él: alto, vestido de negro, con las sombras cubriendo su rostro. Pero sentía su mirada, pesada, penetrante, hasta erizarme la piel.
La música surgía de la nada: notas profundas y temblorosas de un violonchelo llenaban el espacio. Su mano rozó la mía, y el mundo a nuestro alrededor se detuvo. Me guiaba en el baile con seguridad, con autoridad. Nuestros cuerpos se movían en perfecta armonía, como si yo conociera ese ritmo desde siempre. Cada roce de sus manos en mi cintura era como una chispa que marcaba mi piel, incluso a través de la seda del vestido.
— ¿Quién eres?... — mis labios apenas se movieron en una pregunta sorda, sin respuesta.
Sus dedos tocaron mi barbilla, obligándome a levantar el rostro. Se inclinó hacia mí, y vi el destello de fuego en sus ojos, una mirada que me hacía querer huir… y al mismo tiempo disolverme en ella.
Cuando sus labios casi rozaron los míos, un olor a quemado se extendió por el aire, y el salón se incendió en llamas rojas.
La sombra de su rostro comenzó a retroceder, revelando una mandíbula fuerte con una fina cicatriz serpenteante. Y entonces vi los colmillos: blancos, afilados como cuchillas.
Siempre despertaba en ese momento, con un grito atrapado en la garganta y una extraña sensación de pérdida…
Miré el reloj: las once de la noche. En una hora tenía mi actuación en "El Sol Negro". Era hora de prepararme.
Me levanté de la cama y me acerqué al espejo. Mi reflejo parecía normal: cabello castaño recogido en un moño despeinado, piel olivácea, mejillas ligeramente enrojecidas por el sueño. Pero algo no estaba bien con mis ojos. Parecían brillar desde dentro, los iris castaños tenían un extraño destello plateado. Me los froté y volví a mirar: no, todo estaba bien. Probablemente solo era el cansancio de las noches sin dormir.
Desde la ventana abierta llegó el aroma del jazmín del jardín vecino. Buenos Aires en junio olía a lluvia y flores, a madera vieja y a tango. Respiré profundamente, tratando de deshacerme de los restos del sueño, pero en lugar de eso sentí un sabor a cobre en la lengua, metálico y perturbador.
La ducha me ayudó a despejarme un poco. El agua caliente lavó el sudor y los restos de inquietud, dejando solo la habitual emoción previa a una actuación. La de hoy era especial: una transmisión clandestina para clientes adinerados que pagaban fortunas por ver un tango auténtico, salvaje, sin domesticar. No la versión turística para cruceros, sino la que bailaban nuestras bisabuelas en los burdeles de La Boca: apasionado, peligroso, erótico.
Elegí un vestido rojo, ajustado, con una abertura profunda en la pierna que se revelaba con cada movimiento. Tacones de 10 centímetros, lo suficientemente altos para alargar la línea de la pierna, pero no tanto como para perder estabilidad en los pasos complicados. Maquillaje: ojos ahumados, lápiz labial rojo sangre, un toque de brillantina en los pómulos. Cuando terminé, mi reflejo en el espejo parecía una versión feroz, peligrosa, distinta de mí misma.
El taxi llegó al club en diez minutos. "El Sol Negro" por fuera parecía un bar cualquiera: un cartel descascarado, ventanas sucias, unos borrachos en la entrada. Pero eso era solo una fachada. El verdadero club estaba al otro lado de la calle, accesible a través de un sótano.
Diego ya me esperaba en la entrada de servicio, fumando nervioso. Mi viejo amigo y organizador de estas transmisiones clandestinas especiales parecía preocupado: su cabello, normalmente peinado a la perfección, estaba despeinado, y su camisa blanca tenía manchas de sudor.
— Mía, por fin —dijo, tirando la colilla y agarrándome del brazo—. Ya está todo listo, te estamos esperando.
— Bien, estoy lista.
— Solo que… —Diego me tomó de la mano— tengo un mal presentimiento…
— ¿Qué, otra vez problemas técnicos? —liberé mi mano de su palma húmeda—. ¿No funcionan los altavoces?
— No, todo funciona.
— Entonces, ni siquiera la llegada de extraterrestres me impedirá mostrar hoy lo que es un verdadero tango.
— Ay, Mía. Hay cosas con las que no se debe bromear. Especialmente en una noche como esta. Sé que nos pagarán el triple, pero…
Me reí. Diego y sus supersticiones eran impagables.
— ¿Qué noche tan especial? —lo imité, poniendo ojos grandes y asustados.
— La luna llena de junio. O sangrienta, como la llaman los ancianos. Cuando la frontera entre los mundos es más delgada. —Diego no apreció mi pantomima—. Tu baile… Creo que alguna vez escuché su nombre…
Quise responder con algún comentario ingenioso, pero el miedo real, profundo y primitivo en sus ojos me hizo callar.
— Todo estará bien, Diego —le di un beso suave en la mejilla, que olía a tabaco y humo—. Es solo un baile, nada más.
Sacudió la cabeza una vez más, pero se apartó para dejarme pasar.
La arena cerrada al público ya estaba llena. Unos cien espectadores se sentaban en mesas alrededor de la pista de baile: coleccionistas ricos, mafiosos, políticos con máscaras, todos en busca de nuevas emociones. El aire estaba cargado de humo de cigarros y expectativa. Las cámaras ya estaban instaladas en el perímetro, y las luces rojas de los indicadores parecían ojos de depredadores en la oscuridad.
Isabella, mi principal rival, una rubia de Rosario que bailaba como si hubiera nacido con castañuelas en las manos, calentaba junto al escenario. Me vio y sonrió, con una sonrisa felina, como un gato que ve a un ratón.