El avión descendió sobre la pista privada del Palacio Real de Valtheria, escoltado por dos aeronaves del cuerpo diplomático.
A través de la ventanilla, Eliana Morell contempló el reino que había visto tantas veces en noticieros: vasto, ordenado, impecable.
El palacio, erguido sobre la colina más alta, parecía un espejismo de mármol blanco y vidrio dorado.
Cuando las puertas se abrieron, una brisa perfumada de jazmín y piedra húmeda la envolvió.
Eliana descendió detrás de varias mujeres jóvenes, todas vestidas con elegancia calculada.
Los flashes de los reporteros, mantenidos a distancia por la guardia real, parpadearon brevemente.
La entrada principal del palacio era una obra maestra: arcos tallados, columnas brillantes y un suelo de mármol tan pulido que reflejaba los rostros.
Allí, una mujer de porte militar y cabello rubio recogido esperaba de pie, flanqueada por asistentes uniformados.
—Bienvenidas al Palacio Real de Valtheria —anunció con voz firme—. Soy Lady Corin, directora del Programa de Formación Real.
De entre las más de setenta seleccionadas, ustedes cuatro han obtenido las mejores calificaciones en los exámenes preliminares.
Durante las próximas semanas permanecerán aquí, bajo observación directa.
Las jóvenes intercambiaron miradas tensas.
Mireya Halden, de cabello cobrizo y ojos verdes, tenía la belleza clásica de una modelo, pero una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
Selene Davor, morena, de curvas cuidadas y perfume costoso, parecía disfrutar cada mirada ajena.
Amara Voleyn, alta y pálida, con cabello negro azabache, mantenía una postura impecable y una calma inquietante.
Y Eliana Morell, con su vestido marfil y un bolso pequeño entre las manos, era la única que parecía no pertenecer a ese cuadro.
—Las demás candidatas llegarán mañana —prosiguió Lady Corin—, pero ustedes iniciarán la primera etapa del programa. El protocolo es estricto: modales, conducta, presentación y discreción.
Cada palabra, cada gesto que hagan, será registrado.
Selene arqueó una ceja.
—¿Registrado?
—Por el reino —respondió Lady Corin con serenidad—. No olviden que están en la casa del hombre más poderoso de este continente.
Eliana bajó la mirada, sintiendo un nudo en el estómago.
Su reflejo en el suelo de mármol le devolvió una imagen que no reconocía: una joven común en un lugar que parecía hecho para dioses.
Al entrar, las paredes del palacio contaban historias.
Retratos de los antiguos monarcas, tapices con hilos de oro, lámparas de cristal que pendían del techo como constelaciones domesticadas.
El aire olía a incienso, flores frescas y poder.
Mientras avanzaban, algunas sirvientas se inclinaban con respeto, aunque sus rostros no ocultaban el desdén.
Una de ellas susurró al pasar:
—Pueden traer cien, pero ninguna será como ella.
Eliana no entendió de quién hablaban, pero el nombre Vanya Dravelle flotó en el aire como un eco prohibido.
Lady Corin las condujo hasta el vestíbulo central, donde escalinatas gemelas ascendían hacia las alas este y oeste.
—Sus habitaciones están en el Ala Dorada —indicó—. Recibirán ropa formal, un itinerario y un asistente personal.
Y una advertencia: aquí nada es privado.
La voz de Amara sonó suave, pero firme.
—¿Ni siquiera nuestras palabras?
Lady Corin la observó con una sonrisa profesional.
—Especialmente sus palabras.
Eliana guardó silencio. Mientras subía las escaleras, pensó que el palacio era tan hermoso como aterrador.
Su habitación tenía vista al jardín norte: un paraíso de fuentes y rosas.
Sobre la cama reposaba una carpeta con su nombre y una nota escrita a mano:
“Mantenga la compostura. Su discreción será su mayor virtud. —Lady Corin.”
Eliana dejó escapar un suspiro.
Las cortinas se mecían con el viento, y el lujo del lugar pesaba más que cualquier cadena.
Aquel era el principio de algo que no comprendía del todo.
*****
En otro ala del Palacio
Lysandros Varyn, rey de Valtheria, caminaba por el pasillo principal acompañado de Lord Edran.
Su porte era imponente; el traje negro resaltaba la frialdad natural de sus ojos azules.
Los guardias, al verlo pasar, inclinaban ligeramente la cabeza, conteniendo la respiración.
—Las primeras cuatro candidatas están instaladas, Majestad —informó Edran—. El resto llegará mañana. Puede elegir con quién desea cenar esta noche.
Lysandros respondió sin mirar.
—El orden no importa. No busco una cena, busco carácter.
Edran titubeó.
—Su Majestad… la reina madre no aprueba este proceso.
El rey se detuvo.
Sus ojos, duros como acero, se volvieron hacia el ministro.
—¿Desde cuándo necesito su aprobación para gobernar?
Una voz femenina respondió desde el extremo del pasillo:
—Desde el día en que naciste.
La Reina Madre Aveline de Varyn apareció acompañada por dos damas de compañía.
Vestía un traje color perla con incrustaciones de cristales finos, el cabello rubio recogido, la espalda erguida.
Cada paso suyo imponía silencio.