Bajo el Hechizo del Destino

Abigail O’Brien

Benjamin

La lluvia cae con fuerza, empapando cada rincón de mi ropa y enfriando mis pensamientos, solo que no puedo apartar la mirada de la joven frente a mí. Está completamente mojada, su vestido negro pegado a su cuerpo, como si la lluvia se hubiera empeñado en revelarlo todo. Su rostro, enmarcado por mechones rubios que se adhieren a sus mejillas, está marcado por la desesperación. Esa expresión... es como un eco distante, algo que siento haber visto antes, aunque no puedo precisar dónde.

Permanezco inmóvil, observándola. Sus palabras aún resuenan en mi mente, absurdas y desconcertantes. ¿Un matrimonio? ¿Conmigo? La idea es tan ridícula que debería haberme reído en su cara, dar media vuelta y alejarme. Sin embargo, no lo hago. En cambio, la miro. Frío. Calculador. Mi instinto me dice que desconfíe, y tengo razones para hacerlo. Una mujer que aparece de la nada, pidiendo algo tan insólito, no puede ser alguien que actúe sin un motivo oculto.

Me esfuerzo por mantener la compostura, mi rostro inmutable, aunque mi mente trabaja a toda velocidad. Ella no tiene idea de quién soy. Eso es evidente por la forma en que me ha abordado, tan directa, tan desesperada. Si supiera, no estaría aquí, bajo esta lluvia, hablando conmigo como si fuera cualquier hombre. La posibilidad de que sea una oportunista no se me escapa. ¿Una arribista más, buscando sacar provecho de un desconocido al azar? Todo parece apuntar a ello.

No obstante, hay algo en su rostro, en la manera en que sus ojos buscan los míos, que me hace dudar. No es la expresión de alguien calculador. Es angustia pura, cruda. La veo tambalearse entre el orgullo y el miedo, y aunque no debería importarme, algo en mí no puede evitar preguntarse qué la ha llevado a esto. ¿Qué clase de situación puede empujar a alguien a proponer matrimonio a un extraño en medio de una tormenta?

Mis pensamientos se detienen por un momento mientras una idea fugaz cruza mi mente. ¿Por qué su rostro me resulta tan familiar? Es un destello, una sensación que no puedo identificar del todo. Como si la conociera de otra vida, de un sueño olvidado o de algún rincón polvoriento de mi memoria. No puede ser posible, pero la idea persiste, como una espina que no puedo sacar.

La observo por largos segundos, dejando que la tensión se asiente entre nosotros. No hago ningún movimiento, no digo nada. Ella no tiene forma de saber lo que pasa por mi mente, y prefiero que siga siendo así. Su desesperación la delata, y aunque su propuesta debería haberme repelido, hay algo en su audacia, en lo irracional de todo esto, que captura mi curiosidad.

Por muy loca que suene su idea, no puedo ignorar el hecho de que me intriga. Y aunque no lo admito, una pequeña parte de mí quiere saber hasta dónde está dispuesta a llegar esta mujer que no parece temer a lo improbable.

La lluvia no cesa, cayendo como un telón entre nosotros y el resto del mundo. Ella permanece ahí, frente a mí, empapada y vulnerable, esperando una respuesta que no sé si estoy dispuesto a dar. No digo nada, mi silencio parece hacerla más pequeña con cada segundo que pasa. Sus ojos, llenos de desesperación, se desvían hacia el suelo, y sus hombros se hunden ligeramente.

—Olvídalo. —murmura, con la voz rota, apenas audible entre el sonido de la tormenta.

Hace un gesto para alejarse, para dejarme ahí con las palabras que no he pronunciado y una decisión que todavía no he tomado. Pero algo dentro de mí se rebela. Tal vez sea el hecho de que no estoy acostumbrado a que alguien me dé la espalda, o tal vez… hay algo más. No lo sé, no lo entiendo. Cuando intenta irse, mi cuerpo actúa antes de que mi mente pueda detenerlo.

La tomo del brazo, firme, sin fuerza excesiva, y la detengo en seco. Ella se congela, sorprendida, y antes de que pueda reaccionar, la atraigo hacia mí. No tanto como para que nuestros cuerpos se toquen, pero lo suficiente como para sentir su calor, incluso a través de la lluvia helada que nos empapa.

»¿Qué estás haciendo? —pregunta, con los ojos abiertos como platos, claramente perpleja.

No respondo de inmediato. En lugar de eso, estudio su rostro una vez más. Quiero entenderla, descifrar qué demonios está pasando por su mente para haberme hecho esa propuesta tan absurda. Más que eso, intento comprender qué me impulsa a no dejarla marchar. Su rostro, a pesar de la angustia que lo marca, tiene una belleza serena, casi etérea. Sus labios tiemblan, tal vez por el frío, tal vez por algo más, y en sus ojos veo una mezcla de miedo y esperanza que no puedo ignorar.

—No te vayas todavía. —digo al fin, mi voz baja pero firme.

Ella me mira, desconcertada, como si no estuviera segura de si ha escuchado bien. Siento el peso de la decisión que estoy a punto de tomar, pero al mismo tiempo, hay algo calculador en mí que no puedo negar. Su propuesta no es solo descabellada; es una oportunidad. Para mí.

No sé quién es realmente ni qué la lleva a este punto, pero sé que alguien tan desesperado puede ser útil. Si quiere que sea su esposo temporal, bien. Puedo aceptar su idea, siempre y cuando también me sirva a mí.

»Acepto. —suelto sin rodeos.

La palabra sale de mis labios antes de que pueda pensarlo demasiado. Su expresión cambia en un instante, pasando de la resignación a una mezcla de incredulidad y sorpresa.

—¿Qué? —murmura, casi sin aliento.

—Acepto tu propuesta. Me casaré contigo. Pero te advierto algo: este acuerdo no será solo para ti. También servirá para lo que yo necesito. —he cometido locuras, ninguna como esta, pienso.

Sus labios se separan, como si quisiera responder, no puede. La dejo ahí, perpleja, mientras su cerebro intenta alcanzar lo que acaba de suceder. Yo mismo no entiendo del todo por qué lo he hecho, pero algo me dice que esta locura apenas comienza.

La lluvia continúa cayendo, empapándonos por completo, pero ella parece no notarlo. Sus palabras salen de su boca como un torrente, rápidas, urgentes, como si cada segundo perdido fuera un paso más hacia el desastre.




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