Bajo el Hechizo del Destino

Es mi esposo

Abigail

La luz del atardecer entra por la ventana, bañando la habitación con un suave resplandor anaranjado. Estoy sentada al borde de la cama, mis manos descansan sobre mis piernas mientras mis pensamientos vagan hacia Benjamin. Es difícil entender a ese hombre. Es hostil, seco, distante. Habla lo mínimo necesario, y cuando lo hace, siempre parece soltar órdenes como si yo estuviera aquí para obedecerle. No sé qué clase de mujeres habrá tenido antes, pero yo no soy una de ellas. Ignoro sus comentarios autoritarios y sigo haciendo las cosas a mi manera, algo que parece irritarlo profundamente. Y, para ser honesta, eso me divierte.

Sin embargo, aunque me esfuerzo en aparentar indiferencia, hay algo en mí que no puedo ignorar: un dolor sordo, una nostalgia que me consume lentamente. Extraño Egipto, mi verdadero hogar. Sus pirámides, sus misterios, las arenas infinitas que cuentan historias de otro tiempo. Mi vida estaba ahí, entre los restos de civilizaciones antiguas y el encanto de un lugar que me hacía sentir viva. Quiero volver, más que nada en el mundo. Solo que si lo hago, perderé todo.

Estoy aquí por la memoria de mi madre, por el sacrificio que hizo y el amor que nunca dejó de darme. Mi padre no fue un buen hombre para ella. Le fue infiel con Nora, la mujer que ahora se esfuerza por arrebatarme lo que queda de su legado. Recuerdo el divorcio, cómo él se volcó hacia su nueva familia mientras nos dejaba a mi madre y a mí de lado. Ella lo intentó todo para que no lo odiara, y yo no pude evitarlo. Cuando murió, sentí que mi conexión con él se rompía por completo.

Después de eso, me fui. Dejé esta ciudad, este país, y me sumergí en una nueva vida, una vida que amaba. Al final él me llamó, una y otra vez. Nunca devolví esas llamadas. Ni una sola. Y ahora, la culpa me pesa. Se fue de este mundo sin escucharme decirle que, a pesar de todo, lo quería. Su traición me lastimó, era mi padre. Y ahora, estoy aquí, aceptando su herencia por obligación, tratando de reconciliarme con lo que dejó atrás.

Suelto un suspiro pesado y niego con la cabeza. No tiene sentido pensar en el pasado. Está hecho. Lo que importa ahora es el presente, aunque este matrimonio improvisado me parezca un mal chiste. No creo que dure un año. Es más, me sorprendería si llegamos a los tres meses. Llevamos apenas una semana viviendo juntos en la mansión de Benjamin, algo que él insistió en que debíamos hacer si íbamos a estar casados tanto tiempo. Al menos, la casa es espaciosa, y rara vez nos cruzamos. Él mantiene su distancia, y yo hago lo mismo.

Me pongo de pie y me acerco a la cómoda. Abro uno de los cajones y saco la pulsera que me dio aquel hombre, el desconocido que ocupó mi mente y mi corazón desde la primera vez que lo vi. Acaricio el metal con suavidad, dejando que el recuerdo de esa noche me envuelva. Lo amé sin siquiera saber su nombre, y todavía lo amo. No sé si algún día lo volveré a ver, sin embargo, esta pulsera es todo lo que me queda de él.

De repente, la puerta de la habitación se abre de golpe, sacándome de mis pensamientos. Cierro el cajón rápidamente y me giro para encontrarme con Benjamin. Su semblante es frío, como siempre, y su figura está impecablemente vestida con un traje hecho a la medida. Nada que ver con el vagabundo que encontré en la calle. Ambas facetas lo hacen ver bien, lo admito. Esa mirada distante me recuerda que él y yo somos dos extraños atados por un acuerdo, nada más.

Mantengo mi expresión neutra, evitando que él vea cualquier destello de emoción. No quiero que sepa lo que pienso, y menos lo que siento. Porque, al final del día, Benjamin y yo no compartimos más que un papel firmado y una obligación que ambos preferiríamos evitar.

—Voy a salir —anuncia, mientras ajusta los puños de su camisa frente al espejo. Su tono es frío, mecánico, como si estuviera informándome de algo que no merece discusión.

—No me extraña —replico desde la cama, donde estoy sentada con las piernas cruzadas. Mi voz suena más indiferente de lo que realmente siento. —Lo haces cada noche.

Él se detiene por un momento, el movimiento de sus manos cesa. Su mandíbula se tensa, y su mentón se endurece poco a poco mientras me observa a través del espejo. No sé qué esperaba de mi comentario, claramente no le ha gustado. Finalmente, se gira hacia mí, su expresión severa, y lanza su respuesta con ese tacto inexistente que lo caracteriza.

—No olvides que este es un matrimonio falso, Abigail. —su tono es humillante, cada palabra cargada de un desprecio que me cala hasta los huesos. —No tienes derecho a hacerme una escena de celos, y mucho menos a reprocharme nada.

Sus palabras me golpean como un bofetón. Bajo la cabeza, intentando contener las lágrimas que amenazan con aparecer. No voy a darle la satisfacción de verme quebrar. Tomo una bocanada de aire y, cuando hablo, mi tono es suave, casi dulce, a pesar del nudo en mi garganta.

—No es mi intención hacer una escena. —levanto la mirada hacia él, intentando mantener la calma. —Solo dije lo que ya sé: sales cada noche. Eso es todo.

Un silencio incómodo se instala entre nosotros. Sus ojos se entrecierran ligeramente, como si estuviera evaluando mis palabras, intentando decidir si hay un reproche oculto en ellas. No lo hay, no obstante la herida está ahí, latiendo bajo la superficie. Preferiría perderlo todo a tener que soportar a un hombre como él por más tiempo del necesario.

—No me esperes para cenar —dice finalmente, su tono seco mientras toma su chaqueta del respaldo de una silla. —Cenaré fuera. Después tengo una reunión de negocios.

Asiento con un ligero movimiento de cabeza, manteniendo la mirada fija en el suelo. "Reunión de negocios." Eso significa una mujer. Pero no lo digo. No le voy a dar el gusto de saber cuánto me molesta su actitud.

Se dirige a la puerta, justo antes de salir, se detiene. Me lanza una mirada extraña, como si tuviera algo más que decir. Sus labios se abren ligeramente, no pronuncia palabra. En lugar de eso, sacude la cabeza y sale de la habitación, dejándome sola con mis pensamientos.




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