El sonido de las olas rompiendo contra las rocas era el único acompañamiento en la madrugada.
Sofía Vázquez ajustó la bufanda alrededor de su cuello y cerró los ojos por un segundo, dejando que la brisa fría le acariciara la cara. El aire salado del mar la envolvía, y aunque le resultaba reconfortante, también le traía recuerdos que no quería recordar. El pueblo estaba igual que lo había dejado diez años atrás: las casas de madera, los caminos empedrados que siempre se cubrían de una fina capa de sal, la iglesia de piedra a lo lejos, y el sonido constante de las olas que, por alguna razón, nunca dejaba de escuchar.
La misma calma, la misma sensación de que el tiempo en ese rincón del mundo había decidido quedarse detenido. Pero para Sofía, la vida había seguido adelante. Su vida había seguido adelante, y ella aún no sabía si estaba lista para regresar.
- Ya está. Estoy aquí. - murmuró para sí misma, como si ese acto de verbalizar lo que ya había hecho pudiera darle algún tipo de poder sobre su propia ansiedad. Dio unos pasos hacia la casa de su madre, una casa que había sido testigo de tantas idas y venidas.
Vera había estado insistiendo en su regreso durante meses, y finalmente Sofía había cedido. Tal vez necesitaba este respiro, alejarse de la ciudad, de la vida acelerada que había dejado atrás, de las sombras de una relación rota que todavía la perseguían. Aunque lo más probable era que viniera simplemente a enfrentarse a su propio pasado. Cuando llegó frente a la puerta de la casa, sus manos temblaron ligeramente al tomar el picaporte. Los recuerdos se apresuraron en su mente. La última vez que estuvo aquí, no se había despedido. Solo se fue, sin mirar atrás, como si hacerlo fuera más fácil que enfrentar la realidad.
La puerta se abrió con un quejido familiar, y ahí estaba su madre, Vera, con su expresión reservada, pero con los ojos llenos de algo que Sofía no sabía identificar. ¿Esperanza? ¿Ira? ¿Miedo? La última vez que se vieron, las palabras no fueron amables.
- Sofía - dijo Vera con un tono que no era ni frío ni cálido, pero había algo en su voz que hacía que todo sonara a reprimido.- Has llegado.
Sofía asintió, sin saber qué más decir. El reencuentro no era fácil. Para ninguna de las dos.
- ¿Estás bien? - preguntó Vera, ahora mirando a su hija con una intensidad que Sofía no entendió del todo. La misma intensidad con la que siempre la había observado, como si estuviera buscando algo en ella que no lograba encontrar. Sofía levantó la vista y vio a su madre más vieja, más cansada. Las líneas de su rostro eran más profundas, los cabellos ya grises caían en un desorden controlado. No era la mujer fuerte que recordaba, sino una mujer que había sido derrotada por el tiempo.
- Sí - respondió Sofía, intentando que su voz no temblara. Ya estaba lo suficientemente rota por dentro como para darles más motivos a sus propios fantasmas.
El sol finalmente apareció en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rosados y anaranjados. Sofía respiró profundamente, intentando calmar el nudo en su estómago. No esperaba que todo fuera perfecto, pero sí deseaba algo de paz. El sol y la brisa del mar siempre le habían traído una especie de consuelo. Quizás este lugar la ayudaría a recomponerse. O al menos, a entenderse un poco mejor.
Mientras caminaba hacia la cocina, notó que la casa seguía igual: el cuadro de las olas en el comedor, la silla de su padre junto a la ventana, como si nunca se hubiera ido. Pero lo que le llamó la atención fue la figura que apareció en el umbral de la puerta. Él. Dereck García. El chico del pueblo que había sido su amigo, su amor imposible y su mayor dolor.
- Sofía - dijo él, casi en un susurro, como si las palabras pudieran romper algo entre los dos. Sus ojos grises, siempre llenos de melancolía, la observaban con una intensidad que Sofía no sabía si podía soportar. No lo había esperado. Sabía que vivía en el pueblo, pero jamás había imaginado que lo vería tan pronto. Y mucho menos, allí, en la casa de su madre.
- Dereck... - dijo ella, sin poder evitar que su voz temblara. No esperaba que su corazón diera un vuelco, no después de todo lo que había pasado.
Él estaba igual que antes. Su cabello, algo más largo que lo que recordaba, caía de manera desordenada sobre su frente, pero sus ojos seguían siendo los mismos: profundos, llenos de secretos. Su expresión era un tanto indiferente, pero Sofía sabía que esa era su manera de esconder lo que realmente sentía. Había algo en él que seguía siendo familiar, algo que había quedado atrapado en el tiempo, como ella.
- No pensé que vendrías - dijo él, sus palabras cargadas de algo que no se atrevió a decir en voz alta. Era la misma tensión que siempre había existido entre ellos, la misma que se sentía en el aire cada vez que se encontraban. Algo no dicho, algo que nunca se había resuelto.
- Yo tampoco - respondió Sofía, sin saber si la sinceridad en sus palabras era una liberación o una condena.
Se quedó en silencio, observando a Dereck con una mezcla de nostalgia y dolor. Cada rincón de ese pueblo, cada rostro familiar, cada rincón de la casa de su madre, parecía devolverle a un tiempo que nunca había logrado entender del todo. Y él, Dereck, estaba ahí, como un reflejo del pasado, como un eco que nunca se había ido.
-¿Qué haces aquí? - preguntó ella, rompiendo el silencio, sabiendo que su curiosidad era una excusa para no pensar en lo que realmente quería preguntarle. ¿Por qué él seguía tan cerca de su vida, tan dentro de ella? Dereck la miró con una mezcla de desdén y complicidad, como si la respuesta fuera obvia.
- Vengo por los libros. La librería no se va a manejar sola.- Y aunque sus palabras eran simples, en sus ojos había algo más, algo que Sofía no sabía si debía interpretar. No ahora, no tan rápido.