Bajo el manto de la tormenta

El hombre de la llave.

El vapor llenaba el pasillo como un río blanco que escapaba de las grietas en las tuberías. El metal húmedo del suelo resonaba bajo las pisadas de Sofía y Liam, mientras corrían sin un rumbo claro. Los pasos que los perseguían retumbaban detrás de ellos, cada vez más cercanos, como un martillo que golpeaba en sincronía con sus corazones.

Sofía apenas podía respirar; la caja que apretaba contra su pecho parecía pesar el doble con cada paso. Sabía que si la dejaba caer, tal vez podrían correr más rápido, pero también intuía que ese objeto era demasiado importante para abandonarlo.

De pronto, una figura se recortó en medio de la neblina. Era alta, inmóvil, casi fundida con el humo. No se movía, pero estaba allí, esperándolos. Sofía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¡Liam, cuidado! —susurró, frenando en seco.

La silueta dio un paso hacia adelante. La luz mortecina de una lámpara colgada en la pared iluminó un rostro curtido, lleno de cicatrices antiguas que parecían mapas grabados en la piel. Sus ojos, grises y sin parpadeo, los observaban con la calma de un depredador que ya no necesita correr detrás de su presa.

En su mano derecha sostenía algo que brillaba con un destello opaco: una llave, larga, oxidada en algunos bordes, pero tan sólida que parecía indestructible. La giraba lentamente entre sus dedos, como si supiera que aquel gesto, repetido una y otra vez, aumentaba el suspenso.

Su voz, cuando habló, fue grave y profunda, como si resonara en las paredes metálicas:

—No tienen mucho tiempo.

Sofía tragó saliva. La caja se volvió más fría en sus manos. Liam se adelantó un paso, interponiéndose entre ella y el desconocido.

—¿Quién eres? —preguntó con un tono firme, aunque Sofía notó la tensión en sus hombros.

El hombre sonrió, mostrando una hilera de dientes desiguales.

—Soy alguien que conoce las puertas que no todos ven. Y, casualmente, tengo la llave para una de ellas.

—¿Una salida? —Sofía no pudo evitar preguntar. Su voz tembló apenas, pero lo suficiente para que él lo notara.

El hombre inclinó la cabeza, casi divertido.

—Tal vez. O tal vez una entrada. Depende de qué estén buscando… y de cuánto estén dispuestos a perder.

Un golpe sordo resonó detrás de ellos. El perseguidor estaba a menos de un corredor de distancia. Liam se tensó aún más, y Sofía sintió que el aire se le congelaba en los pulmones.

—¿Por qué habríamos de confiar en ti? —espetó Liam, apretando los puños.

El desconocido levantó lentamente la llave, dejándola brillar bajo la luz amarillenta.

—Porque, si no lo hacen, el que viene detrás de ustedes no les dará opción. Yo soy la única alternativa que tienen.

El eco de un nuevo golpe metálico retumbó. El suelo vibró bajo sus pies. Sofía dio un paso hacia atrás, pegándose a la pared, como si con eso pudiera ganar un poco más de tiempo.

—¿Qué quieres a cambio? —preguntó, con la voz quebrada.

El hombre la señaló directamente, con un movimiento brusco de la llave.

—La caja… o una verdad.

El silencio cayó como un peso muerto entre ellos. Liam giró la cabeza lentamente hacia Sofía, y ella pudo ver cómo su mandíbula se tensaba, cómo sus ojos evitaban los de ella.

—¿Qué… qué verdad? —logró preguntar Sofía, aunque algo en su interior ya sabía que no quería escuchar la respuesta.

El hombre sonrió de nuevo, esta vez con un aire sombrío.

—La que él oculta desde el principio. La que tú no sabes.

Sofía sintió que el piso desaparecía bajo sus pies. Se giró hacia Liam, incrédula.

—¿De qué está hablando?

Liam abrió la boca, pero no salió ninguna palabra. Sus labios se movieron en un intento frustrado de hablar, de explicarse, de justificarse.

El hombre de la llave dio un paso hacia una compuerta lateral, casi escondida entre las tuberías. Introdujo la llave lentamente, girándola con un chirrido que parecía rasgar el aire. La compuerta se abrió apenas unos centímetros, dejando escapar un resplandor extraño, casi dorado.

—La salida está aquí. Pero solo uno de ustedes puede elegir cómo cruzarla. La caja… o la verdad.

El ruido detrás de ellos se volvió ensordecedor. Algo golpeaba la compuerta principal con furia, deformando el metal. Tenían segundos, tal vez menos.

Sofía se volvió hacia Liam con lágrimas brillando en sus ojos, aunque todavía no habían caído.

—Dime que no es cierto. Dime que no hay nada que me hayas ocultado.

Liam cerró los ojos un instante, como si reunir fuerzas fuera más difícil que enfrentarse al monstruo que los acechaba.

Cuando habló, su voz salió áspera, quebrada:

—Sofía… yo no me acerqué a ti por accidente.

El hombre de la llave sonrió, satisfecho, y giró un poco más la compuerta, dejando escapar una ráfaga de aire cálido y el eco de un lugar desconocido.




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