Bajo el manto de la tormenta

El otro lado del laberinto.

El aire era distinto. No pesaba, no ardía en los pulmones, no se mezclaba con el hedor metálico de la criatura ni con el polvo del pasillo derrumbado. Era un aire dulce, cristalino, que se deslizaba dentro de Sofía como si estuviera bebiendo agua fresca tras días de sed.

El suelo bajo sus pies brillaba como si estuviera hecho de vidrio pulido, pero al mirarlo más de cerca, Sofía descubrió que no era vidrio: eran fragmentos de estrellas. Miles, millones de ellas, atrapadas en un lecho transparente que se extendía más allá de lo que podía ver.

Alzando la vista, se encontró con un cielo dorado, pero no era un cielo fijo. Ondulaba como un océano líquido suspendido sobre ellos, con remolinos que recordaban a las mareas. De cuando en cuando, destellos plateados cruzaban como peces luminosos, perdiéndose en la vastedad infinita.

Sofía sintió que el aire se le atascaba en la garganta.

—Es… hermoso —susurró, sin apartar los ojos del horizonte.

Liam, todavía con la mano entrelazada con la suya, la miraba en silencio. Sus labios estaban entreabiertos, como si también buscara las palabras adecuadas. Al final, simplemente dijo:
—No sé si esto es un regalo… o una trampa.

El hombre de la llave apareció detrás de ellos, caminando con la tranquilidad de alguien que había hecho ese recorrido incontables veces. Su capa negra parecía flotar con el viento dorado, y el brillo del extraño objeto que sostenía en la mano iluminaba su rostro de manera inquietante.

—Ambas cosas —respondió con un dejo de ironía—. El lugar que pisan es el otro lado del laberinto. La mayoría nunca lo alcanza. Ustedes lo hicieron… aunque no sin pagar un precio.

Sofía lo miró con el ceño fruncido.

—¿Un precio? ¿De qué hablas?

El hombre levantó la llave, que emitió un zumbido grave.

—El laberinto siempre cobra. Algunos pierden el camino, otros pierden la vida. Ustedes han dejado atrás algo más…

No terminó la frase. Simplemente giró sobre sí mismo y comenzó a andar hacia una llanura donde columnas translúcidas se elevaban como árboles de cristal.

Sofía lo observó alejarse, sintiendo cómo una nueva inquietud se anclaba en su pecho. Pero antes de seguirlo, giró hacia Liam.

—Necesito saber algo —dijo en voz baja, apretando con fuerza la caja contra su pecho—. ¿De verdad puedo confiar en ti?

Liam sostuvo su mirada. Había cansancio en sus ojos, pero también una determinación férrea que Sofía no había notado antes.

—No puedo borrar lo que hice. No puedo cambiar cómo empezó todo esto. Pero lo que sí puedo prometerte es que, mientras esté contigo, nada más importa. —Se inclinó apenas hacia ella, con su voz casi quebrada—. Sofía, ya no eres una misión. Eres lo único real que me queda.

El silencio se extendió entre los dos. El viento dorado jugaba con el cabello de Sofía, y ella sintió que algo dentro de ella se ablandaba, aunque no quería admitirlo. No podía entregar tan fácilmente su confianza… y aun así, había algo en su voz que la anclaba.

—Si me mientes otra vez —dijo con dureza, aunque sus ojos temblaban—, no habrá segunda oportunidad.

Liam asintió.

—Lo sé.

Caminaron juntos detrás del hombre de la llave. Cada paso resonaba como un eco cristalino sobre el suelo estrellado. La sensación era extraña: era como si caminaran sobre el cielo mismo, como si todo alrededor no fuera un lugar físico, sino una idea materializada.

De pronto, la llanura de columnas de cristal comenzó a vibrar. Al acercarse, Sofía descubrió que no eran columnas… sino figuras. Estatuas translúcidas, con formas humanas, congeladas en gestos de miedo, dolor o sorpresa.

Sofía se detuvo en seco.

—¿Qué… qué es esto?

El hombre de la llave posó la mano sobre una de las figuras: una mujer joven, con la boca abierta en un grito silencioso.

—Ellos también llegaron aquí. Pero no eligieron bien.

Sofía retrocedió un paso, con la sangre helada. La idea de quedarse atrapada de esa manera, convertida en cristal, era peor que morir devorada por la criatura. Se volvió hacia Liam, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Es esto lo que nos espera?

Liam negó con la cabeza, aunque su gesto era tenso.

—No. Mientras estemos juntos, no.

El hombre de la llave sonrió levemente.

—Palabras hermosas, aunque frágiles. El otro lado no se rige por promesas ni por sentimientos. Aquí, la caja decidirá su destino.

Sofía bajó la mirada hacia el objeto que aún vibraba contra su pecho. La sensación era diferente: ya no latía con violencia, sino con un pulso acompasado, como si esperara pacientemente algo de ella.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó, con voz apenas audible.

—Quiere que recuerdes —respondió el hombre de la llave, y sus ojos brillaron con un fulgor extraño—. Quiere que elijas.

Liam frunció el ceño.

—¿Elegir qué?

Pero antes de que hubiera respuesta, el suelo bajo sus pies comenzó a agrietarse. Un resplandor rojo emergió desde las grietas, como lava líquida corriendo bajo el cristal. Las estatuas vibraron, y algunas comenzaron a resquebrajarse, soltando gemidos apagados como si las voces atrapadas aún lucharan por salir.

Sofía retrocedió un paso, temblando.

—¿Qué está pasando?

El hombre de la llave, imperturbable, los observó con calma.

—El verdadero laberinto apenas comienza.

En ese instante, la caja en el pecho de Sofía se encendió con un resplandor cegador, y una voz —su propia voz, pero distorsionada, como si viniera de otra versión de sí misma— susurró dentro de su mente:

“Lo que amas será probado. Lo que temes será liberado. Y solo una decisión abrirá la puerta final.”

Sofía jadeó, llevándose la mano a la cabeza. Liam la sostuvo por los hombros, intentando mantenerla firme.

—¡Sofía, mírame! ¡Respira, estoy contigo!

Pero ella apenas podía escuchar. El resplandor la envolvía, y la sensación de que todo su ser estaba siendo arrastrado hacia algo más profundo la desbordaba.




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