Bajo el manto de la tormenta

Ecos del laberinto.

El aire en aquel lugar era diferente: cálido, vibrante, como si cada respiración llevara consigo una energía que no pertenecía a lo humano. Sofía apenas podía comprender lo que veía. Torres de cristal se alzaban como agujas hacia el cielo dorado, y el suelo brillaba como un espejo líquido en el que, a cada paso, parecía reflejar no su silueta presente, sino fragmentos de recuerdos que ella preferiría olvidar.

Avanzaban despacio, todavía tomados de la mano. Liam mantenía la vista fija al frente, el ceño fruncido como si estuviera calculando cada movimiento. Detrás de ellos, el hombre de la llave caminaba con calma, apoyado en su bastón metálico, tarareando una melodía antigua que resonaba en el aire como un eco imposible de ignorar.

—Este sitio… —murmuró Sofía, deteniéndose un instante—. No parece real.

Liam giró hacia ella, con esa expresión que mezclaba ternura y dolor.

—Lo es y no lo es. Aquí todo responde a lo que llevamos dentro. Los miedos, los recuerdos, las decisiones… el laberinto los toma y los convierte en caminos.

—Entonces… —ella bajó la mirada al suelo, donde la imagen reflejada mostraba a una niña pequeña, con el cabello suelto y los ojos llenos de lágrimas— ¿esto es parte de mí?

Liam no respondió de inmediato. Dio un paso hacia ella, rozándole el brazo.

—Sí. Y mientras más avancemos, más cosas saldrán a la superficie.

Un silencio denso cayó entre los dos. Sofía sintió que la caja en su pecho vibraba otra vez, como si reconociera aquel lugar. Una corriente eléctrica le recorrió la espalda, y se abrazó a sí misma.

—No me gusta —susurró—. Siento que esto me va a arrancar algo.

—Por eso estoy aquí —dijo él con firmeza—. Para que no tengas que enfrentarlo sola.

Ella quiso replicar, recordarle las mentiras, la manipulación inicial, pero la voz se le quebró. Había algo en los ojos de Liam que la hacía dudar de su propio enojo: una mirada vulnerable, un ruego sincero.

Antes de que pudiera decir algo más, el hombre de la llave golpeó el suelo con su bastón. El sonido metálico retumbó como un trueno.

—El tiempo corre, niños. Cada segundo que pasan dudando, el otro lado avanza.

Sofía lo miró con desconfianza.

—¿El otro lado?

El hombre sonrió, mostrando dientes que parecían cuchillas.

—Las criaturas que viste antes no se quedarán esperando. El laberinto es un espejo, pero también una jaula. Si no lo atraviesan… se los traga.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Sofía.

Avanzaron en silencio hasta que llegaron a una división: dos caminos se extendían frente a ellos. Uno, iluminado por una luz suave que parecía prometer calma; el otro, oscuro, con espinas cristalinas que se retorcían como si respiraran.

—¿Y ahora? —preguntó Sofía, mirando ambos caminos.

Liam frunció el ceño, inseguro.

—La luz parece más segura… pero en el laberinto nada es lo que parece.

El hombre de la llave rió entre dientes.

—La elección es de ella. Siempre ha sido de ella.

Sofía respiró hondo. Sintió la vibración de la caja intensificarse en su pecho, como si quisiera empujarla hacia la oscuridad. Tragó saliva.

—Si este lugar refleja lo que llevamos dentro… entonces el camino que temo más debe ser el correcto.

Liam la miró, sorprendido, pero no discutió.

Se adentraron en el sendero oscuro. El aire se volvió espeso, como si caminaran bajo agua. Las espinas cristalinas susurraban palabras inentendibles, y cada tanto, Sofía distinguía su nombre entre ellas. El piso bajo sus pies mostraba escenas de su pasado: discusiones con Dereck, noches de llanto solitario, momentos en los que deseó rendirse.

—Esto es horrible… —dijo con voz quebrada—. No quiero verlo.

Liam apretó su mano con fuerza.

—Es tu historia. No puedes huir de ella, pero sí puedes decidir qué hacer ahora.

Sofía levantó la vista hacia él. Sus palabras calaban hondo, pero había algo más: la sensación de que Liam también estaba luchando con sus propios demonios, aunque no los mostrara.

De pronto, el suelo vibró. Una grieta se abrió frente a ellos, revelando un abismo negro. Desde el fondo emergieron siluetas translúcidas: sombras que tenían la forma de personas. Sofía reconoció a algunas. Su madre, con la mirada distante. Dereck, dándole la espalda. Incluso ella misma, reflejada mil veces, llorando en silencio.

El corazón se le encogió.

—No… no puedo…

Liam la sostuvo por los hombros.

—¡Mírame! —le dijo con fuerza—. Esto no es real. Son ecos. Solo tienen poder si se los das.

Las sombras comenzaron a acercarse, susurrando su nombre en coro. Sofía temblaba, paralizada.

El hombre de la llave observaba desde atrás, entretenido, como quien contempla un juego.

—Si cae aquí, se perderá para siempre —comentó, casi con gozo—. Y tú, muchacho, tendrás que elegir si saltas con ella o la dejas atrás.

Las palabras le helaron la sangre a Sofía. Con un grito ahogado, cerró los ojos y apretó la mano de Liam como nunca antes.

—¡No pienso rendirme!

La caja brilló desde su pecho, y una onda de luz dorada se expandió en círculo. Las sombras chillaron y retrocedieron, disolviéndose en fragmentos de cristal que se desvanecieron en el aire.

El abismo se cerró de golpe.

Sofía cayó de rodillas, agotada, respirando con dificultad. Liam se agachó a su lado, tocándole el rostro con delicadeza.

—Lo lograste…

Ella levantó la mirada hacia él, con lágrimas en los ojos.

—Pero duele tanto…

Él no respondió, solo la abrazó. Y por primera vez en mucho tiempo, Sofía no lo rechazó.

Detrás de ellos, el hombre de la llave sonrió, satisfecho.

—Muy bien… ahora estamos más cerca del centro.

Pero en su sonrisa había un matiz inquietante, como si su interés en Sofía no fuera protección… sino posesión.




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