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La vida es una paradoja constante, una mezcla caprichosa de luz y sombras, victorias y derrotas, amor y desamor. Tiene una habilidad peculiar de lanzarnos a situaciones imprevistas, llevándonos de lo más alto al abismo sin previo aviso. Para algunos, la vida es una constante lucha por sobrevivir; para otros, una carrera en la que ganar es lo único que importa. Mía y Lucas eran el reflejo de estas dos caras opuestas de una misma moneda. Ella, una mujer fuerte, luchadora, marcada por las cicatrices de una vida difícil. Él, un hombre frío, calculador, acostumbrado a controlar cada aspecto de su existencia.
En un pequeño apartamento, no muy lejos de las bulliciosas calles de la ciudad, Mía comenzaba su día antes que el sol. El débil sonido del despertador la sacaba de su sueño ligero, recordándole que no tenía tiempo para el lujo de dormir hasta tarde. Se levantaba con movimientos precisos, calculados por la costumbre de una rutina bien ensayada. Su hijo, Mateo, aún dormía en la pequeña habitación contigua, acurrucado entre las mantas, ajeno al mundo que comenzaba a despertarse a su alrededor.
¡Mamá, mamá! ¿Ya podemos ir al parque? –Mateo saltaba en la cama, su sonrisa iluminaba la habitación.
–Un minuto, cariño –le respondí mientras terminaba de enviar un correo–. Dame un minuto y salimos.
–Pero ya ha pasado un minuto –insistió, arrugando su pequeña nariz.
Reí para mis adentros. Mi pequeño de cinco años tenía una habilidad especial para señalar cada segundo que se me escapaba. Me acerqué a él, lo tomé entre mis brazos y le di un beso en la frente.
–Eres mi reloj humano, ¿sabías? –le dije mientras me daba vuelta para buscar su mochila.
Ser madre soltera no era fácil, pero cuando lo miraba a los ojos, cualquier sacrificio parecía insignificante. Mateo era todo para mí. Desde el momento en que supe que lo esperaba, supe que no necesitaría a nadie más. Solo él y yo, un equipo perfecto.
Salimos de casa rumbo al parque, y mientras caminábamos, mi mente vagaba hacia el trabajo que tenía por delante. Me esperaba una reunión con un nuevo cliente importante, un hombre que parecía frío y distante, al menos por lo que había escuchado. Lucas Sandoval, el magnate inmobiliario más inalcanzable del país. No podía permitirme ningún error con este proyecto, era mi oportunidad para consolidar mi empresa.
Mateo corrió hacia los columpios en cuanto llegamos, y yo me quedé observándolo, mi corazón lleno de orgullo y amor. Él no sabía cuánto había cambiado mi vida, cuánto me había enseñado.
–¿Vas a quedarte ahí todo el día, mamá? –me gritó, rompiendo mis pensamientos.
Sonreí. A veces, me preguntaba si Mateo ya había entendido mejor la vida que yo.
Mía lo observó por un momento, un suave suspiro escapando de sus labios. Cada día era una batalla, pero lo haría todo de nuevo por él. Desde que Gabriel, el padre de Mateo, los había abandonado cuando el niño aún era un bebé, Mía había aprendido a enfrentar la vida con una mezcla de determinación y resignación. Sabía que la vida no sería fácil, pero se había prometido a sí misma que Mateo jamás sentiría que le faltaba algo. Era una madre entregada, capaz de sacrificar sus propios sueños, sus propios deseos, con tal de verlo feliz.
En la cocina, Mía preparaba el desayuno con movimientos rápidos y eficientes, mientras su mente vagaba en direcciones más sombrías. El alquiler del apartamento estaba atrasado otra vez, y no estaba segura de cómo haría para cubrirlo este mes. Su trabajo como asistente en una pequeña empresa apenas le daba para lo básico. Sabía que necesitaba algo mejor, pero cada vez que intentaba avanzar, algo la retenía. El mundo parecía conspirar para mantenerla en ese ciclo de lucha constante, donde las soluciones parecían siempre un poco fuera de su alcance.
Cuando Mateo despertó, la sonrisa que le regaló fue suficiente para borrar, al menos por un momento, todas sus preocupaciones. Mía lo abrazó con fuerza, respirando su aroma infantil, lleno de inocencia y pureza, y por un instante, todo estuvo bien. Esa era su razón de vivir, su motor. Mientras lo vestía para la escuela, Mateo le contaba emocionado sobre un proyecto de ciencias que estaban haciendo en clase. A sus seis años, era un niño curioso, inteligente, siempre lleno de preguntas. En muchos aspectos, Mateo le recordaba a sí misma cuando era pequeña, antes de que la vida la endureciera, antes de que la realidad le mostrara su lado más cruel.
—¿Hoy me vas a recoger tú, mami? —preguntó Mateo mientras terminaba su desayuno.
Mía se mordió el labio, dudando un momento antes de responder. Sabía que le debía una tarde completa a su hijo, pero su trabajo en la oficina no le daba mucho margen.
—Hoy no puedo, cariño —respondió, con un tono que intentaba no sonar culpable—. Tía Ana va a ir por ti otra vez. Pero prometo que el sábado pasaremos todo el día juntos, ¿te parece?
Mateo asintió, aunque su mirada reflejaba una pequeña decepción que Mía intentaba ignorar. El trabajo, las cuentas, los problemas, todo parecía alejarla de lo que más le importaba.
A kilómetros de distancia, en el corazón financiero de la ciudad, Lucas Guerrero comenzaba su día de una manera muy distinta. El edificio donde trabajaba, una torre de cristal que dominaba el horizonte, reflejaba la frialdad y precisión de su dueño. Lucas era conocido por su carácter impenetrable, casi inhumano. Dirigía su empresa con la misma exactitud con la que un cirujano maneja un bisturí, cortando todo lo innecesario, eliminando cualquier debilidad.
Entró a su oficina antes del amanecer, como lo hacía siempre. Le gustaba ese momento, cuando el mundo aún no se había despertado del todo. Era su tiempo de pensar, de planificar su próximo movimiento. Para él, la vida era una serie de estrategias, una partida de ajedrez donde cada decisión podía hacer ganar o perder todo. Y Lucas no estaba dispuesto a perder. No ahora, no nunca. Había trabajado demasiado para llegar donde estaba, y nada ni nadie lo haría retroceder.
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Editado: 26.10.2024