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El aire olía a metal y sudor, mezclado con el polvo de ese lugar abandonado. Sostenía a Mateo con fuerza en mis brazos, temblando aún por la adrenalina que seguía corriendo por mis venas. Su cuerpecito estaba rígido, su carita hundida en mi cuello mientras sollozaba suavemente. No podía dejar de acariciarle el cabello, susurrándole que todo había terminado, que ya estaba a salvo. Pero, en el fondo, sabía que esas palabras eran más para mí que para él. Necesitaba creer que todo iba a estar bien, aunque mi mundo se sintiera a punto de colapsar.
A unos metros de mí, Lucas se encontraba con la respiración entrecortada, limpiándose la sangre de la ceja. Sus ojos, que solían ser tan fríos y calculadores, tenían ahora una intensidad diferente, una mezcla de furia y algo más que no supe identificar de inmediato. Se acercó a mí y a Mateo, con una ternura inusual, extendiendo una mano hacia nosotros.
—¿Están bien? —preguntó, su voz rasposa por el esfuerzo y la tensión.
Asentí, aunque la verdad era que no lo sabía. El corazón me latía con tal fuerza que me costaba distinguir entre el miedo y el alivio. Dejé que Lucas nos rodeara con su brazo y por un momento, apoyé la cabeza en su hombro, cerrando los ojos, intentando absorber la sensación de seguridad que emanaba de él. Mateo se aferraba a mí como si temiera que lo soltara en cualquier momento, y yo no podía culparlo. Había sentido lo mismo durante todo este maldito día.
Cuando salimos de allí, el cielo estaba comenzando a clarear. La noche había sido larga y cruel, y sus marcas eran visibles en los cortes y magulladuras que tanto Lucas como yo llevábamos. Él me ayudó a subir al coche, asegurándose de que Mateo estuviera cómodamente sentado a mi lado antes de cerrar la puerta. Se notaba el cansancio en sus movimientos, pero su determinación no había menguado ni un poco.
El camino de vuelta fue silencioso. Mateo, agotado por todo lo que había pasado, se quedó dormido en mis brazos, con sus manitas aferradas a mi ropa como si todavía temiera que algo pudiera llevárselo lejos. Yo apenas podía apartar la vista de él, repasando cada pequeño rasguño en su piel, cada mechón de su cabello desordenado. Había sido un rescate, sí, pero también una advertencia de que nuestra vida no volvería a ser la misma.
Cuando llegamos a mi casa, Lucas insistió en quedarse. Dijo que quería asegurarse de que Mateo y yo estuviéramos bien, y aunque una parte de mí se sintió tentada a decirle que podía manejarlo sola, la verdad era que no quería estar sola. No después de lo que había pasado. Lo dejé entrar, y juntos llevamos a Mateo a su habitación, donde lo acostamos cuidadosamente en su cama. Parecía tan pequeño y vulnerable ahí, arropado bajo sus sábanas favoritas.
Salimos de la habitación en silencio, cerrando la puerta con suavidad para no despertarlo. Cuando nos quedamos solos en la sala, la gravedad de todo me golpeó de nuevo. Me dejé caer en el sofá, cubriéndome la cara con las manos mientras un nuevo torrente de lágrimas comenzaba a escapar. No eran de alivio, ni de tristeza. Eran de agotamiento, de puro vacío.
—Mia —la voz de Lucas me llegó como un susurro.
Sentí el peso del sofá hundirse a mi lado y, al apartar las manos, lo vi mirándome con una expresión que nunca antes le había visto. No era solo preocupación; había algo más profundo, algo más cercano. Sin pensar, me incliné hacia él, buscando el calor que su presencia ofrecía. Cuando me rodeó con sus brazos, me derrumbé por completo.
—Todo esto es mi culpa —murmuré contra su pecho—. Si Mateo estaba en peligro, era por mí… por haberme cruzado con Gabriel, por permitirle entrar en nuestras vidas.
Lucas me apretó con más fuerza, como si con ese gesto pudiera expulsar cada pensamiento oscuro que me invadía.
—No. Esto no es culpa tuya —respondió con una firmeza que casi me hizo creerle—. Gabriel es un maldito que no sabe cuándo parar. Pero te juro, Mia, que no voy a dejar que vuelva a acercarse a ti ni a Mateo. No voy a permitir que nada de esto vuelva a pasar.
Me aparté un poco para mirarlo a los ojos, buscando esa promesa en sus palabras. Había algo nuevo en él, algo que iba más allá del mero instinto protector. Era un compromiso genuino, una voluntad de luchar a mi lado, y esa revelación me dejó sin aliento. Por tanto tiempo, había tratado de mantener las distancias, de no depender de nadie más que de mí misma. Pero ahora, con Lucas sosteniéndome, sentí que podía permitirme dejar caer las barreras, al menos un poco.
—No entiendo por qué estás haciendo todo esto por mí… por nosotros —dije, mi voz temblorosa.
Él me miró, sus ojos oscuros brillando con una sinceridad que me desarmó.
—Porque me importas, Mia. Porque ustedes dos me importan más de lo que debería.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, uniendo los fragmentos rotos de mi corazón de una manera que no esperaba. No sabía lo que significaba exactamente, ni lo que traería para nosotros, pero en ese momento, decidí aferrarme a lo que él me ofrecía: un refugio, un apoyo incondicional. Lucas había demostrado con acciones, no solo con palabras, que estaba dispuesto a luchar por nosotros. Y quizás, solo quizás, eso era suficiente para empezar a creer de nuevo.
Pasamos el resto de la madrugada en la sala, sin hablar mucho, pero sin necesidad de hacerlo. La presencia de Lucas era todo lo que necesitaba para sentirme segura. Por primera vez en mucho tiempo, no me sentía sola en medio de la tormenta. Sabía que el camino adelante sería difícil, pero con Lucas a mi lado, había una esperanza renovada.
Mientras el sol comenzaba a asomar en el horizonte, con sus primeros rayos pintando de dorado la habitación, me di cuenta de algo. Lucas no solo había rescatado a Mateo aquella noche; también me había rescatado a mí, de mis propios miedos y de la desesperación que amenazaba con consumirlo todo.
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Editado: 26.10.2024