LUCAS:
Mudarnos a Londres no fue nada sencillo. Aunque intento aparentar lo contrario, la verdad es que cargar con el peso de mi familia no fue fácil. Fuimos una familia de cuatro hasta que cumplí veinticinco años, cuando mi padre murió de cáncer. Su partida dejó un vacío inmenso. Mi madre quedó destrozada, incapaz de enfrentar el dolor, y mi hermana menor, Nicole, que entonces tenía diez años, pasó días enteros sin comer. Yo también sufría, pero me vi obligado a contener mis emociones. Alguien tenía que encargarse de todo, y decidí ser esa persona. Mientras estudiaba medicina, trabajaba sin descanso para asegurarles a mi madre y a mi hermana un mejor futuro. Fueron las dos únicas personas en el mundo por las que daría mi vida; y con cada sacrificio que hacía, intentaba honrar la memoria de mi padre.
La muerte de mi padre fortaleció mi relación con Nicole. No solo me convertí en su hermano mayor, sino también en una especie de figura paterna. Su felicidad se convirtió en mi misión personal, aunque a veces la diferencia de edad y mis responsabilidades hacía que pareciera distante. Aun así, siempre observaba, siempre me preocupaba. Me prometí proteger su luz, esa chispa que la hacía tan especial: extrovertida, mandona, enérgica y llena de vida. Mi hermana era una pequeña tormenta de alegría y no estaba dispuesto a permitir que nada se la arrebatara.
Fue una primavera cuando empecé a notar cambios en Nicole. Sus pequeños llantos nocturnos, que al principio parecían episodios aislados, se volvieron un patrón. Luego dejó de comer. Mi madre, distraída por sus propios problemas, no lo notó, pero yo sí. Intenté hablar con ella, pero siempre me encontraba con excusas: “Es solo una dieta”, “Estoy cambiando por mi edad”. No quise presionarla. Grave error.
Con el tiempo, las cosas empeoraron. De pronto, ya no jugaba fútbol, ese deporte que tanto amaba porque mi padre se lo enseñó. Llevaba tarde de la escuela, sus calificaciones bajaron, y sus ojeras hablaban de noches sin dormir. Desesperado, fui al colegio para hablar con Adriana, su amiga más cercana. Adriana, sin embargo, dijo que no sabía nada. Nicole se había alejado de ella y de todos. No entendía cómo no vi venir lo que estaba pasando.
Una noche, llegué temprano del trabajo y la vi bajar de un taxi, llorando de manera desgarradora. Corrí hacia ella, alarmado. ― ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! ―gritó, sosteniéndose la cabeza.
Mi corazón se detuvo. Sin dudarlo, detuve otro taxi y la llevé a la consulta de un amigo neurólogo. En el camino, Nicole no dejó de llorar. Me sentía impotente, aterrado. ¿Cómo no había hecho algo antes?
Kevin, mi amigo, la revisó con detenimiento. Sus preguntas revelaron todo lo que ella había escondido: comía una vez al día, dormía tres horas por noche, y lloraba durante horas. Cuando le levanté las mangas del uniforme, mi mundo se derrumbó al ver las marcas en sus brazos. Me esforcé por no quebrarme frente a ella.
Después de la consulta, Kevin fue directo: “Nicole tiene un cuadro grave de depresión y ansiedad. Además de las autolesiones, también presenta migraña crónica causada por el estrés. Esto no es culpa tuya, pero debes actuar rápido. Necesita terapia psicológica urgente”.
Al salir del consultorio, Nicole se veía frágil. No pude evitar preguntarle: ― ¿Qué pasa, Niki? ―ella bajó la mirada y susurró: ― Tengo novio.
― ¿Él es la razón de todo esto? ―pregunté, tratando de mantener la calma.
― ¡No! ―respondió apresurada― Es solo el estrés de la secundaria.
Sabía que mentía, pero no podía forzarla a hablar. Por el momento, la prioridad era que descansara. Esa noche, ella corrió a encerrarse en su habitación luego de tomar las pastillas que le habían recetado. Yo me senté frente a la puerta, sintiendo una mezcla de rabia, tristeza y determinación.
Después de varios días, en los que ella me evitaba. Decidí pedir permiso en el trabajo un día entre semana para tomarla por sorpresa, pero la sorpresa me la llevé yo. Al llegar a casa, encontré música a todo volumen en su habitación. Golpeé la puerta, pero no obtuve respuesta. Entré de golpe y la escena que vi me heló la sangre. Nicole estaba cortándose el hombro con la mirada perdida, y la sangre fluía por su brazo. Le quité la navaja con cuidado, tratando de no asustarla más de lo que ya estaba. La recosté en su cama y limpié su herida. Cuando terminé, ella me abrazó y lloró como si quisiera vaciar todo el dolor que llevaba dentro. Fue en ese momento cuando decidí que teníamos que irnos. Tenía que alejarla de todo ese ambiente tóxico antes de que termine con su vida. Me llevaría tiempo, pero sé que podría convencerlas.
Pasaron meses desde que nos mudamos y, aunque Nicole mejoró, sigue luchando contra sus demonios. Mi vida personal había quedado en pausa. Todo giraba en torno a mi hermana, hasta que conocí a Leonora. Sus ojos azules y su delicadeza me descolocaron desde el primer momento. Era prohibida: demasiado joven para mí, y, sin embargo, cada vez que venía a casa, mi corazón latía con fuerza. Hoy, al verla reír junto a Nicole, no pude soportarlo. Me despertaba deseos que sabía que estaban mal. Subí a mi habitación y traté de concentrarme en un caso que había llegado recientemente al hospital.
De repente, mi madre abrió la puerta de golpe diciendo que Niki tenía una crisis. Corrí a la habitación de mi hermana, donde encontré a Leonora sacudiéndola, desesperada. Nicole despertó, pero su mirada reflejaba frustración y fastidio. Mi corazón dolía al verla así. Seguía luchando, y yo también. Pero no estaba dispuesto a rendirme. Londres era sólo el inicio de nuestro camino hacia la paz que tanto necesitamos.
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Editado: 09.01.2025