Capítulo 7
Rebecca
Despierto.
No por un grito.
No por miedo.
Despierto… porque esta vez, el silencio me dejó hacerlo.
Abro los ojos y por unos segundos no recuerdo dónde estoy. Mi mente se mueve lento, entre la imagen de la carretera, la sala blanca del hospital y esa voz grave que dijo: "puedes quedarte aquí."
Entonces lo siento.
Siento el colchón bajo mi cuerpo. Las sábanas suaves.
Y un aroma cálido, como a pan recién hecho.
No hay portazos.
No hay amenazas.
No hay nadie al otro lado de la puerta con el poder de quitarme lo que más amo.
Me duele el cuerpo entero.
Cada centímetro es un recordatorio.
Pero esta cama… no duele.
No como antes.
A mi lado, Emma duerme con la cara enterrada en la almohada. Respira profundo, como si su pequeño cuerpo supiera que por fin puede bajar la guardia.
Y entonces lo entiendo.
Ella también necesitaba una tregua.
Miro hacia la cuna improvisada junto a la cama.
Nick.
Mi bebé.
Su pecho sube y baja lento. Tiene los puños cerrados y un hilito de baba en la comisura.
Tan inocente.
Tan ajeno a todo.
Y de pronto…
Pienso en ese nombre.
Izan.
Anoche, cuando Nick necesitó un pañal, Nina dijo que buscáramos en el cuarto de Izan.
Isaac se congeló.
No dijo nada. Solo entró. Pero la forma en que lo hizo…
Era como si caminara sobre cristales.
No hace falta que nadie me lo explique.
Yo ya he visto ese dolor.
Ese dolor.
El de perder un hijo.
No imaginado. No amenazado.
Perderlo de verdad.
Y en ese momento… entendí.
Él rompió su ética porque sabe lo que es perder a un hijo.
Y no hay miedo más puro que ese.
No es compasión. Es reconocimiento.
Me levanto con cuidado.
Mis costillas protestan.
Mi frente arde.
Pero camino. Paso a paso.
Sigo el olor a desayuno hasta la cocina.
Y al entrar… me detengo.
Porque todo se ve tan normal.
Isaac está sentado a la mesa. Me ve y se pone de pie.
—Puedes sentarte —dice con suavidad—. Anna preparó desayuno.
—Gracias —respondo, con la voz baja—. Voy a cuidar la ropa. Te la devolveré limpia.
Él niega despacio.
—No es necesario. Ya no es de nadie.
Hace una pausa.
—Solo come.
Una mujer mayor se acerca. Tiene el cabello recogido y los ojos más amables que he visto en semanas.
—Soy Anna —dice—. Cuido de Isaac, de Nina… y ahora también de ustedes. Voy q ver al bebé.
—Gracias… por todo —le digo, sin saber cómo sostenerle la mirada.
Ella solo asiente. Como si entendiera más de lo que dice.
Miro a Isaac. Su rostro es el mismo que en el hospital.
Firme.
Pero con grietas.
Él se levanta.
—Voy a prepararme. En media hora debo estar en el hospital.
Emma aparece justo en ese momento. Corre hacia la mesa con los ojos abiertos como platos.
—¡Mamá! ¡Parece un sueño! ¡Hay mucha comida!
—Estoy despierta desde hace 42 minutos y 17 segundos, Lucas duerme desde hace 13 horas, 29 minutos y 43 segundos—dice Nina, sin mirarla, mientras sigue escribiendo algo en una libreta.
Emma la mira, como si no entendiera, pero sonríe.
—Eso es un montón —le dice, con admiración verdadera.
Isaac regresa vestido para el trabajo. Se acerca a mí.
—Antes de irme, necesito revisarte.
Me dejo hacer. Sus manos son precisas. Profesionales. Pero no mecánicas.
—Apenas me sienta mejor, lo juro… me iré —le digo.
—Si eso te hace sentir mejor, está bien —responde sin expresión—. Guarda reposo. Toma las medicinas. En cinco días podrás irte sin riesgos.
—Está bien…
Lo miro.
No sé por qué.
Pero lo hago.
Él clava los ojos en los míos.
—Y no me mires así.
No hay nada peor que la lástima.
Deberías saberlo.
Asiento.
Él se despide de Nina con un gesto breve. Ella apenas alza una ceja. Eso basta entre ellos.
Cuando Isaac abre la puerta, Emma corre tras él.
—¡Isaac!
Él se detiene.
Ella lo abraza de improviso, rodeándole las piernas.
Él se tensa… luego se agacha y le devuelve el abrazo.
Torpe.
Real.
—Nos vemos más tarde —le dice en voz baja.
Cierra la puerta con cuidado.
Como si supiera que nadie más aquí necesita volver a despertarse asustado.
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Lucas
Escuché a Nina contar las horas que dormí. 13 horas y no se cuántos minutos, según ella. Lo que no sabe es que desperté antes. Mucho antes. Que en realidad… no dormí.
No puedo. No después de anoche. Ni de antes de anoche. Ni de tantas otras.
Tengo pesadillas que no se parecen a sueños. Son como escenas rotas, siempre la misma película, pero sin orden.
Mi mamá está en el piso, sujetando su vientre. Hay sangre. Yo grito, y él grita más fuerte. Su voz llena toda la casa. Dice que es culpa de ella, que es una inútil, que ni siquiera puede parir bien.
La pared cruje cuando él lanza algo. No sé qué fue. Emma está detrás de la mesa, tapándose los oídos.
Yo tengo once años, y tengo miedo, pero igual me paro frente a él.
—No la toques.
Y él se ríe. Y lo hace igual.
El mar está quieto. O parece. Estoy sentado sobre una piedra grande, no muy lejos de la casa. Desde acá se ve el muelle de madera. Me gusta mirar el agua. Me da la sensación de que no hay borde. Que si camino lo suficiente, puedo irme sin irme.
Aparece Nina. No hace ruido, pero ahí está. Lleva su teclado bajo el brazo, unos auriculares colgados al cuello. Se sienta a mi lado, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. No dice "hola", no pregunta por qué estoy solo.
—Hoy hay desayuno con pan dulce y huevos revueltos. —Lo dice como si leyera un dato curioso en un libro de biología—. Anna usa mantequilla de verdad, no margarina.
Asiento. No tengo hambre. Pero me gusta cómo habla. Como si cada palabra estuviera en su lugar exacto.
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Editado: 02.05.2025