Capitulo 9
Isaac
¡Papá! —gritó Sissy, y de alguna manera, todo en el mundo de repente volvió a tener sentido. Como si su voz, tan llena de vida, pudiera reconstruir el rompecabezas de mi vida que se había desmoronado, pieza por pieza.
La levanté sin pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo, como si mi pecho no hubiera estado hueco todas esas noches sin ella. Sissy se enredó a mi cuello, ligera y cálida, como una enredadera de sol.
—¿Sabías que hoy soñé que hacíamos un castillo de sábanas y que tú eras un caballero y yo una princesa ninja? —dijo con una sonrisa tan grande que no pude evitar reírme.
—¿Una princesa ninja? —arqueé las cejas, fingiendo sorpresa—. ¿Y qué clase de entrenamiento lleva eso?
—¡Mucho! Pero tú me enseñaste.
Reímos juntos. La dejé en el suelo y nos sentamos en la alfombra, rodeados de almohadas, libros y una caja de muñecos que Sissy desempolvó con emoción.
—Mira, aún tengo a la doctora Julieta. La de la historia que escribiste cuando yo estaba enferma.
—La doctora que curaba corazones rotos —murmuré, tomando la muñeca entre mis manos. Le faltaba un zapato. El tiempo había pasado y con él las pequeñas cosas que alguna vez parecían tan importantes.
Pasaron más de sesenta minutos, entre castillos invisibles y guerras de peluches. Sissy no paraba de reír, y yo me inventaba historias, improvisando voces ridículas para hacerla reír aún más. De vez en cuando, me abrazaba, sin decir nada. Simplemente me abrazaba, como si ese gesto fuera lo único que necesitaba.
Cuando el sol comenzó a caer, Sissy se acurrucó contra mí, con un libro de cuentos entre los brazos.
—¿Puedes leerme este? El del árbol que siempre espera…
Abrí el libro y empecé a leer, con voz pausada. Ella me miraba como si lo que hiciera fuera magia, como si cada palabra fuera un hechizo que alejaba todos los monstruos. Yo me sentía más tranquilo. Por un rato, el mundo no existía fuera de esa habitación.
Se quedó dormida a mitad del cuento. Su manita apretaba la mía con fuerza, como si temiera que, si la soltaba, me iría de nuevo. Y no podía culparla. Yo también temía irme. A veces, temía no volver.
Me quedé allí, inmóvil, con la espalda apoyada en el sofá y la niña dormida contra mi costado. El silencio se instaló como una tregua, y el tiempo se estancó en ese momento, dejándome solo con el peso de sus sueños.
Entonces, la escuché.
—Siempre fuiste un buen padre —dijo Claudia, desde el marco de la puerta, rompiendo el silencio.
No me moví. Solo levanté la mirada, sin saber qué decir. Ya no sabía cómo responder a esas palabras.
—También fuiste un buen esposo.
Claudia entró lentamente, como si su presencia pudiera restaurar algo que ya no se podía arreglar. Su vestido claro, su peinado perfecto, su fragancia familiar… todo en ella hablaba de una vida que ya no podía ser.
Se arrodilló frente a mí. Me acarició la mejilla, un gesto tan suave que me hizo querer cerrar los ojos, pero no pude. No podía permitírmelo. Luego, me besó. Un beso largo, triste, como si quisiera decirme más de lo que las palabras podían expresar. Pero yo no respondí.
—Podemos arreglar esto, Isaac. Todavía podemos ser una familia. Tú sabes lo que tienes que hacer.
La miré, pero no dije nada. Mi mano seguía entrelazada con la de Sissy. Sentía su pequeño cuerpo acurrucado contra mí, y su presencia me mantenía firme.
Claudia no apartaba la mirada. Entonces, susurró, con la voz rota.
—Te amo.
Esas palabras me llegaron con un peso enorme. Lo último que quería escuchar, pero a la vez, lo que siempre había deseado.
—¿De verdad? —pregunté, y mi voz salió más amarga de lo que había querido. Las palabras quemaron en mi garganta. No sabía si era el dolor o la rabia lo que me estaba ahogando.
Claudia asintió, sus ojos llenos de dolor.
—El que no me ama lo suficiente eres tú. Porque sigues sin soltarla. Nina tiene 17 años. Puede defenderse sola. No te necesita.
Respiré hondo, mi paciencia a punto de romperse, pero no quería gritar. No ahora, no frente a Sissy. Me levanté con cuidado, para no despertarla.
—Sí me necesita. Y aunque no me necesitara, no tendría por qué soltarla. Es mi hermana.
Claudia me miró con furia en los ojos, y las palabras que salieron de su boca fueron como un golpe directo al corazón.
—Es la causante de que nuestro hijo muriera.
La rabia se apoderó de mí, pero traté de mantener la calma.
—Eso no es cierto. Y lo sabes.
—¡Mi bebé se ahogó y yo no pude escucharlo porque ella no dejaba de hacer ruido con ese maldito piano! —gritó, golpeando el aire con las manos—. ¡No lo oí porque estaba escuchando a tu hermanita! ¡Ella mató a mi hijo!
Su acusación me destrozó. Sabía que no tenía sentido, que la culpa no era de Nina, pero las palabras de Claudia se clavaban en mí como cuchillos.
—¡Izan no se ahogó, Claudia! Murió por muerte súbita del lactante. No tuvo nada que ver con Nina, ni con el ruido, ni con el piano. Solo… solo tuvimos mala suerte.
Claudia me miró con odio, y su furia se desbordó en una última acusación.
—Para mí es su culpa. Y mientras Nina viva contigo, Sissy no va a ir a esa casa. ¡No lo voy a permitir!
Mi respiración se hizo pesada, pero me mantenía firme. El dolor que sentía me estaba desbordando, pero no podía darme el lujo de ceder.
—Perfecto. Entonces vendré todas las noches a verla aquí.
—¡No quiero verte en mi casa todas las noches! —gritó, lágrimas cayendo por su rostro—. ¿Sabes lo injusto que es despedirme de ti cada día?
La miré sin poder contener el dolor que sentía.
—No lo sé, Claudia. Porque fuiste tú quien decidió esto. No yo.
—¡Lo decidí por Nina! —explotó, la rabia y el dolor destrozándola—. ¡Ojalá se muera pronto!
Las palabras de Claudia me golpearon como un martillo, pero no las dejé afectarme más de lo que ya lo habían hecho. Empezó a tirar cosas, libros, almohadas. Una lámpara cayó al suelo con un estruendo. Actué rápido y la tomé con fuerza, abrazándola para inmovilizarla.
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Editado: 02.05.2025