Bajo el mismo cielo

12.

Capítulo 12
Isaac

A la mañana siguiente, el sonido de risas suaves me guía hasta el living.
Sissy y Emma están en el suelo, rodeadas de bloques, muñecas, y hojas de papel de colores.

—¡Mira, papi! —me llama Sissy, con una sonrisa que me derrite—. ¡Estamos construyendo un castillo!

Emma levanta la cabeza.
Tímida.
Luminosa.
Como una flor abriéndose al sol.

Me agacho junto a ellas.

—¡Guau! —digo, admirando su obra—. ¿Y esas princesas vivirán ahí?

—¡Sí! —gritan las dos, riéndose.

Me inclino para besar la frente de Sissy, pero antes de levantarme, Emma me rodea el cuello.
Un abrazo espontáneo.
Un nudo en el pecho.
No estoy acostumbrado a gestos tan puros, de alguien que no sea mi hija.

—Chao, Isaac —susurra.

Le devuelvo el abrazo.
Breve.
Sincero.

—Chao, preciosa. Pórtate bien.

Me pongo de pie, ajustando la correa de mi bolso.
Desde la cocina, escucho el sonido de papeles deslizándose.

Rebecca está sentada en la mesa.
Rodeada de folletos de colegios.
Se ve estresada, como si no eligiera solo una escuela, sino el futuro entero de sus hijos.

Anna pasa detrás de ella, meciendo a Nick en brazos.
Él duerme profundamente.

Al otro lado, Nina está sentada, muy quieta.
Observando.
Lucas, frente a ella, garabatea algo en una hoja grande.
Sus trazos son rápidos, decididos.

Me acerco a Nina y chasqueo los dedos suavemente junto a su oído.

Nada.

—¿Me está ignorando? —le pregunto a Rebecca en voz baja, divertido.

Rebecca no levanta la vista.

—No te está ignorando. Lo está mirando.

Frunzo el ceño.

—¿Así de fijo? ¿Por qué?

—Porque le gusta —dice, como si fuera obvio.

Me atraganto con el aire.
Paso una mano por la nuca.

—Imposible. Nina no...

Rebecca levanta por fin la mirada.
Sus ojos verdes me atraviesan.

—¿No puede gustarle alguien solo porque tiene Asperger?

Me quedo en silencio.
Tomo un sorbo largo de café frío.
No quiero decir nada que suene a excusa.

Rebecca vuelve a bajar la mirada.
Da la conversación por terminada.

Sacudo la cabeza, divertido conmigo mismo, cuando Lucas se planta frente a mí.
Serio.
Determinante.

—¿Puedes hacerme un favor? —pregunta.

—¿Qué favor? —dejo el café en la mesa.

—¿Me puedes traer un balón de fútbol? —murmura, incómodo—. Iría yo, pero mamá no me deja salir solo. Está paranoica.

Sonrío.

—¿Americano o clásico?

—Clásico —responde, sin dudar.

Saca unos billetes arrugados del bolsillo y me los ofrece.
Dudo.
No quiero aceptarlo.
Pero su mirada me dice que rechazarlo sería una falta de respeto.

Tomo el dinero.

—No quiero que sea un regalo —aclara Lucas—. No quiero deberte más cosas.

—No me debes nada, Lucas —respondo serio.

—Claro que sí —murmura, desviando la mirada.

Agarro los billetes y asiento.

—Bien.

Le revuelvo el cabello con suavidad.
Él permite el gesto solo un segundo antes de volver junto a Nina.

Miro una última vez a Rebecca.
Sigue concentrada en sus papeles.
Quisiera aliviarle la carga.
Pero no puedo hacerlo todo a la vez.

—Cuando regrese, si quieres, te ayudo a elegir —le digo, señalando los folletos.

—Gracias —responde sin levantar la cabeza, pero su voz suena más liviana.

Me despido con una mirada general.
Llena del ruido cálido de esa casa improvisada.

Y salgo.

El mundo real, el hospital, me espera.

Salgo de casa con la mente dividida en mil pedazos.
Mi hija.
Mis pacientes.
Los problemas de Rebecca...
Problemas que no son míos.
Pero que ya pesan como si lo fueran.

El aire de la mañana es denso, salado.
El pueblo costero parece dormido.
Me subo a la camioneta.
Pongo música suave.
No quiero pensar demasiado.
Solo quiero llegar al hospital.
Trabajar.
Volver a casa.
Asegurarme de que todos estén bien.

Pero apenas piso la guardia, la recepcionista me detiene.

—Doctor Montoya, la policía lo está buscando.

Frunzo el ceño.

—¿La policía?

Ella asiente.
Tensa.

Camino hacia la sala de médicos.
Dos agentes uniformados me esperan.
Uno sostiene una carpeta.

—¿Doctor Isaac Montoya? —pregunta el más alto.

—Sí —respondo, calmado.
Aunque el pulso se me dispara.

El policía abre la carpeta.
Saca una fotografía.

Rebecca.
Los chicos.

El estómago se me hunde.

—Atendió a esta mujer hace cinco días, ¿correcto?

—Sí —digo, tenso, pero sereno.

—¿Tiene su informe médico?

—Claro —respondo.
Me doy la vuelta y voy a imprimirlo.

Cuando se lo entrego, el agente hojea los papeles rápido.

—Le dio el alta al día siguiente.

—Ella lo pidió —aclaro—. Yo se la otorgué bajo consentimiento informado.

—¿Por qué no avisó a la policía?

Aprieto los dientes.

—No pensé que fuera necesario. Era una paciente. ¿Cuál es el problema?

El agente cierra la carpeta de golpe.

—Esa mujer secuestró a sus hijos.
Huyó con un amante violento y drogadicto.
Su esposo dice que ella también consume. Y que es alcohólica.

Siento la furia treparme por dentro.
Pero no dejo que se note.

—¿Tiene pruebas? —pregunto, frío.

—Su análisis de sangre dio limpio —admite el agente.

—Entonces su esposo miente.

El silencio cae.
Pesado.

—¿Sabe dónde está viviendo?

—No —miento sin pestañear—. Soy médico de emergencia. No pregunto esas cosas.

El policía me observa.
Como si buscara algo que no quiero mostrar.

Finalmente, me tiende una tarjeta.

—Si recuerda algo, llámenos.

—Claro.

Los veo alejarse.
Y al girar hacia la puerta principal, lo veo.

Un hombre plantado afuera.
Observando el hospital.
Calma falsa.
Violencia en cada músculo.




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