Capítulo 13
Rebecca
Costa del pueblo
El aire salado le rozaba la piel como una advertencia.
Rebecca estaba sentada en una banca de madera frente al mar. A un lado, su bolso. En el regazo, varios folletos escolares.
Los colores brillantes —uniformes, actividades, “valores familiares”— solo la hacían sentirse más fuera de lugar.
¿De qué sirve una familia si tiene que esconderse para existir?
El viento le desordenó el cabello.
Abrió uno de los folletos.
La palabra integración, escrita en letras azules, le pareció una burla.
Había visitado tres escuelas.
Una era demasiado religiosa.
Otra, privada y llena de cuotas.
La tercera le había hecho demasiadas preguntas.
—¿Y el padre no va a venir?
Rebecca sonrió. Cortés. Fingida.
El padre nunca había ido. Pero siempre estaba.
Como sombra. Como amenaza.
Como un peso constante.
Cerró los folletos con un suspiro.
Se quedó mirando el mar.
El mismo mar. Siempre el mar.
Entonces escuchó voces detrás de ella.
Dos mujeres caminaban con helados en la mano.
Conversaban sin filtro. Sin conciencia.
—Dicen que está escondida aquí, en este pueblo.
—¿La de Wilmington?
—Sí. La madre esa que se llevó a los hijos.
—¿En serio?
—Así dicen. Se escapó con ellos. El esposo asegura que todo estaba planeado.
—Qué barbaridad.
—Y parece que está con otro hombre. Que hasta metió al amante en el asunto.
—No lo puedo creer.
—La policía la está buscando. Pero ya sabes cómo es esto. Al final la hacen pasar por víctima… y luego aparece muerta. O desaparecen los niños.
—Qué horror.
—Hay que estar alerta. Si alguien la ve, debe reportarla.
Rebecca no pudo respirar.
Todo se volvió un túnel.
El sonido del mar desapareció.
El pecho se le cerró como una trampa.
La madre de Wilmington.
Sintió que el estómago se le caía.
No era un rumor.
Era ella.
Sebastián.
Otra vez.
Manipulando. Mintiendo. Ganando.
Usando el sistema como arma.
Hombres como él sabían cómo hacerlo.
Con modales. Con trajes limpios. Con palabras bien elegidas.
Mientras tanto, la víctima apenas podía hablar.
Y ellos ya habían construido la historia:
La inestable. La drogadicta. La mala madre.
La secuestradora.
Rebecca se puso de pie.
Los folletos cayeron como hojas secas.
Empezó a caminar rápido. Luego corrió.
Tenía que regresar.
Tenía que llegar antes de que todo se derrumbara.
El corazón le golpeaba la garganta.
Los pasos resonaban sobre la acera.
La mente repetía: corre, corre, corre.
Vio el auto a una cuadra.
Se dirigió directo hacia él.
Buscó las llaves dentro del bolso.
Entonces...
Una mano le tocó el hombro.
—¡Disculpe!
Rebecca gritó, girándose con el pánico a flor de piel.
Los ojos abiertos, asustada.
No era Sebastián.
Era un chico joven. Cabello despeinado. Camiseta de una escuela técnica.
—Perdón, perdón —dijo, dando un paso atrás—. Se le cayó esto.
Le mostró su billetera.
Rebecca apenas podía respirar.
—Creí que eras…
—¿Está bien, señora?
Asintió, o lo intentó.
Tomó la billetera con manos temblorosas.
—Gracias —susurró.
El chico se alejó, mirándola con extrañeza.
Rebecca subió al auto. Cerró la puerta.
Se inclinó sobre el volante.
Y lloró.
En silencio.
Con la cabeza entre los brazos.
Porque no sabía cuánto más podría resistir sin romperse.
(...)
Isaac
Doblé la esquina y entonces la vi.
El auto de Anna.
Mal estacionado. Como si alguien hubiera frenado de golpe.
El corazón me dio un vuelco.
—Rebecca...
Aceleré. Ni siquiera apagué el motor.
Corrí hasta la ventana del conductor.
Golpeé el vidrio con la palma.
—¡Rebecca!
La vi levantar la cabeza.
Estaba doblada sobre el volante, como si el mundo la hubiera aplastado.
Los ojos hinchados. El rostro húmedo. El pecho agitado.
Cuando me reconoció, algo en su expresión cambió.
No fue alivio.
Pero dejó de romperse.
Bajó la ventana.
—Isaac...
—¿Estás bien? ¿Qué pasó?
—Sube —dijo ella, sin mirarme.
Abrí la puerta del copiloto y me senté.
El silencio era denso.
Rebecca apenas podía respirar.
—Está aquí —susurró—. Sebastián. Lo sé. Lo siento. Está cerca.
Mi corazón se aceleró.
—¿Lo viste?
—No… o tal vez sí. No lo sé —temblaba—. Estaba sentada, leyendo folletos, y escuché a dos mujeres… hablaban de una madre que secuestró a sus hijos en Wilmington. Que está escondida. Que la policía la busca.
El silencio me atravesó como un cuchillo.
—Decían que huyó con un amante. Que el esposo la denunció. Que tiene problemas con las drogas. Que se llevó a los niños... —su voz se quebró.
Se cubrió la boca con una mano.
—Era yo. Hablaban de mí.
Él… otra vez.
Contando su versión. Usando todo a su favor.
Cerré los ojos.
Sabía que era momento de decir la verdad.
—La policía vino por mí esta mañana —dije con voz baja.
Rebecca se volvió hacia mí.
—¿Qué?
—Fueron al hospital. Me mostraron tu foto. Los documentos. Dicen que eres una secuestradora. Que abandonaste a un esposo ejemplar. Que consumes.
Rebecca tragó saliva.
Las lágrimas se detuvieron.
—Te lo advertí —susurré—. Tenía que activar el maldito protocolo, debimoshablar antes de que él lo hiciera. Ahora él es la víctima. Y nosotros… los culpables.
Asintió. Solo una vez.
Luego miró por la ventana.
—Me voy.
—¿Qué estás diciendo?
—Hoy. Me voy de tu casa.
Me quedé en silencio.
—No puedes hacer eso.
—No puedo arriesgar a Sissy. A Nina. A ti.
Ya lastimé a demasiadas personas.
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Editado: 02.05.2025