Camila Herrera
La lluvia golpeaba el vidrio con insistencia, como si el cielo no pudiera contener lo que sentía. Camila apoyó la frente contra la ventana del pequeño departamento, con la taza de café entre las manos frías. El reloj marcaba las seis y cuarenta, y la ciudad apenas empezaba a despertar bajo el cielo gris de otoño.
—Mamá… ¿va a llover todo el día? —preguntó una voz suave detrás de ella.
Camila giró y sonrió. Valentina, con su pijama de unicornios y el cabello revuelto, arrastraba su oso de peluche por el pasillo.
—Parece que sí, mi amor. —Se agachó para abrazarla—. Pero no te preocupes, vamos a llevar el paraguas rosa. Ese que tiene orejitas.
Valentina sonrió y apoyó su mejilla en el cuello de su madre. Su calor era el ancla que mantenía a Camila firme, aún en los días más difíciles.
Después del desayuno —pan tostado con mermelada y chocolatada—, Camila alistó a su hija para la escuela. Las botas, el impermeable, la mochila con el llavero de corazoncito que ella misma había cosido. Cada detalle era una mezcla de amor y rutina, de esas pequeñas cosas que nadie más ve, pero que sostienen el mundo.
Trabajaba como periodista en una fundación que desarrollaba proyectos de comunicación para hospitales públicos. No era glamoroso, ni bien pagado, pero tenía un propósito. Y eso era lo único que Camila necesitaba.
Excepto, quizás… un poco de paz.
Había días en los que creía haberlo superado todo: la partida, el embarazo sola, el miedo constante a no ser suficiente. Pero había otros en los que una simple canción, una foto vieja o una mirada en el espejo le recordaban que no era solo madre. También era una mujer que alguna vez amó tanto, que le dolía respirar.
A las ocho en punto, dejó a Valentina en la puerta de la escuela.
—¿Me buscás vos o la tía Marina? —preguntó la nena, con las trenzas bien hechas y la bufanda hasta la nariz.
—Hoy yo. Y si salís antes, pedile a la seño que te espere conmigo, ¿sí?
Valentina asintió. Siempre obediente, siempre dulce. Camila se quedó mirándola hasta que desapareció tras la puerta color mostaza del jardín. Luego respiró hondo y caminó hacia la parada del colectivo, con el corazón apretado por una inquietud que no sabía explicar.
El hospital central era un edificio enorme, gris y lleno de historias. Camila lo conocía como la palma de su mano. Ese día, se reuniría con la nueva dirección del área pediátrica para coordinar un proyecto audiovisual sobre cuidados neonatales. Algo rutinario. Nada fuera de lo común.
Hasta que entró a la sala de reuniones… y lo vio.
Adrián.
Siete años no habían borrado esa presencia. Alto, con el cabello un poco más corto, la barba delineada y esos ojos marrones que alguna vez la hicieron temblar. Llevaba un ambo celeste y una carpeta bajo el brazo. Cuando la miró, el mundo pareció detenerse.
Pero lo que más la sorprendió no fue solo verlo allí… sino verlo allí.
¿Qué hacía Adrián Salvatierra —el pediatra más reconocido del país, el rostro de campañas de salud infantil, el médico que salía en portadas de revistas médicas y conferencias internacionales— en ese hospital público, frente a ella?
Camila sintió cómo la respiración le fallaba por un segundo.
Él también la reconoció. Pero no dijo nada. Solo la miró, como si en sus pupilas se abrieran mil preguntas que nunca fueron respondidas.
—¿Nos conocemos? —preguntó una doctora joven, notando la tensión en el aire.
Camila tragó saliva. Sonrió, como si no le doliera. Como si el tiempo no se hubiera detenido en ese instante.
—Trabajamos juntos hace mucho —respondió ella, sin mirarlo.
Adrián bajó la vista. No dijo nada. Pero sus manos, que antes eran tan firmes, ahora temblaban un poco al pasar las hojas de la carpeta.
Y Camila supo, con un nudo en el pecho, que el pasado no había quedado atrás.
Solo dormía. Y acababa de despertar.