Camila Herrera
Camila caminó por el pasillo del hospital con la carpeta apretada contra el pecho y la respiración contenida.
Tenía la sensación de estar dentro de una de esas pesadillas donde corrés, pero no avanzás.
Donde el pasado te alcanza, te mira… y no podés escapar.
Porque esa mirada —la de Adrián— la había desarmado por dentro.
Habían pasado siete años.
Siete años en los que se obligó a no buscar su nombre en internet, aunque lo viera en portadas, aunque supiera que se había convertido en el médico más prestigioso del país.
Siete años sin escuchar su voz, sin decir su nombre en voz alta.
Pero todo eso se vino abajo en un segundo.
Y ahora tenía que fingir que podía seguir como si nada.
Regresó al escritorio compartido que tenía en el área de prensa del hospital. Saludó. Sonrió. Se sentó frente a la computadora como cualquier otro día.
Pero nada era como antes.
Las imágenes se agolpaban en su cabeza. La primera vez que lo vio, con su guardapolvo arrugado y los ojos llenos de sueño. Las charlas interminables en la sala de residentes. La forma en que se quedaban hasta tarde, compartiendo ideas, sueños, risas.
El primer beso.
Y esa noche —la última— cuando todo se rompió.
Había sido una trampa.
Una mentira bien sembrada.
Lucía, una antigua amiga suya y compañera de Adrián en un proyecto médico, le mostró una foto. Él con otra mujer. Demasiado cerca. Demasiado tarde.
Y no fue solo la foto. Fue una llamada que nunca atendió. Un mensaje que nunca respondió. Un silencio que se sintió como traición.
Camila no pidió explicaciones. Se quebró.
Y se fue.
Unas semanas después, el mareo la sorprendió. Pensó que era estrés. Que era el duelo.
Pero no.
Era Valentina.
Su hija.
Su pequeña luz en medio de tanta oscuridad.
Recuerda el día exacto en que vio las dos rayas en la prueba de embarazo.
Estaba sola en un departamento vacío. Sin muebles. Sin él.
Y aún así, sonrió.
No lloró. No gritó. Solo… sintió paz.
Fue la única certeza que tuvo: que quería tener a esa hija. Que la iba a criar con amor. Que no podía buscar a Adrián.
No porque no lo amara. Sino porque…
> Tenía miedo.
Miedo de que él pensara que era una trampa.
Miedo de que creyera que lo usaba para retenerlo.
Miedo de arruinarle la carrera. De cargarlo con una responsabilidad que, quizás, no quería.
Y sobre todo…
Miedo de volver a mirarlo a los ojos y derrumbarse otra vez.
Camila cerró los ojos frente a la pantalla y apoyó la frente en la palma de la mano.
“Ya pasó”, se dijo.
Pero no había pasado.
Porque ahora Adrián estaba de vuelta. En su ciudad. En su hospital. A metros de ella.
Y lo peor no era haberlo visto.
Lo peor era que aún lo amaba.
—Mamá —la voz de Valentina la sacó del recuerdo.
Eran casi las seis. Ya la había ido a buscar al jardín, pero la niña siempre se le acercaba con la misma suavidad que la envolvía toda.
—¿Vos estás bien? —preguntó la nena, mirándola con sus ojos grandes.
Camila tragó saliva. Se agachó, la abrazó. Le olió el cabello.
—Claro que sí, mi amor. ¿Por qué?
—Porque hoy mirabas raro, como cuando no dormís bien —dijo con esa inocencia brutal que a veces duele.
Camila sonrió, aunque le temblaban los labios.
—Solo fue un día largo, pequeña.
Valentina la miró fijo. Luego se quedó en silencio.
—¿Y si un día aparece alguien que no esperabas…? —preguntó, jugando con el cordón de su campera— ¿Le podés decir que no?
Camila sintió que el corazón se le detenía.
No respondió.
Solo la abrazó más fuerte, como si pudiera protegerse a sí misma escondiéndose en el cuerpo de su hija.
Porque lo sabía.
Podía fingir. Podía huir.
Pero ya no podía escapar.
Adrián había vuelto.
Y la verdad, como los recuerdos, no iba a quedarse en silencio por mucho más.