Bajo el mismo cielo

Capítulo 13 – Los pequeños milagros

Narración en tercera persona (Camila y Adrián)

El sol de la mañana entraba por la ventana, iluminando la habitación con un tono dorado.
Valentina dormía profundamente, su respiración suave, su fiebre ya había cedido.
Camila observaba su rostro mientras le apartaba un mechón de cabello de la frente.
Al otro lado de la cama, Adrián la miraba en silencio.

No habían dormido en toda la noche, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a moverse.
Había algo sagrado en ese momento: la calma después del miedo.

—Está mejor —murmuró Camila.
—Sí —respondió él, sonriendo apenas—. Tiene una fortaleza impresionante… igual que su madre.

Camila sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
No respondió. Solo asintió, intentando esconder la emoción.

El día transcurrió con una paz que hacía mucho no conocían.
Adrián se quedó en el departamento, ayudando con lo que podía: preparando té, lavando los platos, leyendo cuentos para distraer a Valentina.
Camila lo miraba desde la cocina y a veces sentía que todo era una ilusión, un espejismo del pasado que se negaba a morir.

Valentina reía con él, confiada, feliz.
A cada carcajada, el corazón de Camila se deshacía un poco más.
Era como si la vida, en un acto de misericordia, le estuviera devolviendo algo que creía perdido.

Cuando la niña se quedó dormida de nuevo, Camila se acercó a Adrián, que estaba en el balcón mirando el cielo.
El viento suave movía su camisa, y el brillo de la ciudad se reflejaba en sus ojos cansados.

—Gracias por quedarte —dijo ella, rompiendo el silencio.
Él se giró lentamente.
—No podía irme —respondió con sinceridad—. No después de lo que pasó.

Camila respiró hondo.
—No quiero que pienses que te busqué por necesidad. Solo… tenía miedo. Y tú eras el único en quien podía confiar.
—Lo sé —respondió con voz calma—. Y te agradezco que lo hicieras.
—No me agradezcas… —dijo con una sonrisa triste—. Fue lo que debía hacer.

Hubo un silencio largo, cómodo, de esos que no necesitan palabras.
Adrián la observó con detenimiento.
Camila estaba igual… y tan distinta.
Había madurado. Sus ojos tenían una profundidad nueva, una fuerza serena que antes no tenía.

—A veces pienso en todo lo que nos robaron —murmuró él—. Los años, las risas, los cumpleaños, las noches en vela. Todo lo que podríamos haber vivido juntos.
Camila bajó la mirada.
—Yo también lo pienso. Cada día.
—Pero la vida nos dio otra oportunidad —añadió, con suavidad—. Quizás no como antes… pero algo nuevo.

Ella lo miró, sorprendida.
—¿Vos creés que todavía se puede?
—No lo sé —respondió con honestidad—. Pero quiero intentarlo. Quiero estar cerca. Quiero aprender a ser padre, aunque sea tarde.

Camila sonrió con tristeza, pero por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo.
—Valentina va a ser feliz de tenerte —dijo—. Siempre te esperó, aunque no lo supiera.

Esa tarde, los tres compartieron algo tan simple como una merienda.
Valentina, ya recuperada, se reía mientras contaba historias inventadas; Adrián la escuchaba fascinado, y Camila los miraba con el corazón lleno.

Por un instante, todo pareció encajar.
El pasado, el dolor, las ausencias… todo se desdibujaba frente a la ternura de esa pequeña mesa.

Y mientras el sol caía y el cielo se teñía de tonos rosados, Camila pensó que tal vez los milagros no siempre llegan con ruido.
A veces llegan así, en silencio.
En una tarde cualquiera, en una sonrisa compartida, en una taza de té tibia y en la certeza de que, pese a todo, la vida aún podía sanar lo que el tiempo había roto.

Porque, aunque las heridas seguían ahí, algo nuevo estaba naciendo entre ellos.
Algo tan frágil como la esperanza.
Y tan fuerte como el amor que los mantenía, una vez más, bajo el mismo cielo.




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