Narrado en tercera persona (Camila y Adrián)
La casa olía a pan tostado y a café recién hecho.
Era una mañana tranquila, una de esas en las que el tiempo parece detenerse.
Camila preparaba el desayuno mientras escuchaba la risa de Valentina en el living.
La niña estaba sentada en el suelo, con los lápices de colores desparramados a su alrededor, dibujando algo con total concentración.
Adrián, de pie junto a la ventana, observaba con una mezcla de ternura y asombro.
Aún le costaba creer que esa pequeña lo llamara papá.
Cada vez que la palabra salía de sus labios, algo dentro de él se quebraba… y al mismo tiempo, se reconstruía.
—Mirá, papá —dijo Valentina, levantando el dibujo—. Somos nosotros tres, en el parque.
Adrián se agachó para verla de cerca.
—Nos dibujaste muy lindos —comentó con una sonrisa.
—Y felices —añadió ella con orgullo.
—Eso es lo más importante —dijo él, y la abrazó con cuidado, temiendo romper la magia del momento.
Camila los miraba desde la cocina.
Su pecho se llenó de una emoción que no sabía cómo manejar.
Durante años había imaginado cómo sería verlos juntos… pero nunca pensó que sería así: tan simple, tan real, tan dolorosamente hermoso.
Esa tarde, los tres salieron al parque.
Era la primera vez que lo hacían como familia.
Camila llevaba una manta, Valentina un libro de cuentos, y Adrián una cámara pequeña que había comprado la noche anterior.
—No quiero perderme nada —había dicho él—. Quiero guardar cada momento.
Valentina corría entre los árboles, riendo, mientras Adrián intentaba seguirle el paso.
Camila los observaba desde la manta, con una sonrisa suave.
El viento jugaba con su cabello y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió ligera.
Adrián volvió hacia ella con una sonrisa cansada pero feliz.
—Tiene tu energía —bromeó, sentándose a su lado.
—Y tu terquedad —respondió ella, riendo.
—Eso explica mucho —dijo él, y ambos se quedaron en silencio, mirándola jugar.
Durante unos segundos, el mundo pareció detenerse.
Era un instante perfecto.
Y a Camila le dio miedo.
Porque sabía que la felicidad también podía doler.
Sabía que el amor, cuando renacía, lo hacía con cicatrices.
Esa noche, cuando Valentina ya dormía, Adrián se ofreció a quedarse un rato más.
Camila aceptó, aunque sabía que no era buena idea.
Tomaron té en el balcón, bajo el cielo estrellado.
—Hace años que no veía las estrellas desde acá —dijo él—. Recordaba que solíamos quedarnos despiertos hasta tarde hablando de todo y de nada.
—Sí… —murmuró ella—. En aquel entonces creíamos que el amor bastaba.
—Tal vez todavía baste —respondió Adrián, sin apartar la mirada de ella.
Camila sintió que el corazón le latía demasiado fuerte.
Desvió la vista, intentando no perderse en esos ojos que conocía tan bien.
—No me lastimes, Adrián —susurró, apenas audible.
Él se inclinó un poco hacia ella.
—No es mi intención. Solo quiero estar donde debería haber estado siempre. Con ustedes.
El silencio se volvió espeso, cargado de emociones no dichas.
Camila respiró hondo.
—Tengo miedo —admitió.
—Yo también —confesó él—. Pero vale la pena.
Por primera vez en mucho tiempo, Camila no huyó.
Dejó que el momento la envolviera, dejó que la ternura la venciera.
Y cuando Adrián tomó su mano, no la apartó.
El cielo sobre ellos parecía inmenso, infinito, y por un instante, ambos sintieron que quizás el destino no estaba tan en contra después de todo.
Esa noche no hubo promesas, ni besos, ni palabras grandes.
Solo dos personas heridas aprendiendo a mirarse otra vez.
Y una niña dormida, soñando con un dibujo donde los tres estaban juntos, felices, bajo el mismo cielo.