Adrián Salvatierra
El sonido del teléfono lo despertó antes del amanecer.
Adrián se incorporó de golpe, todavía con el eco del sueño en la cabeza.
—¿Hospital Central? Sí, soy el doctor Salvatierra.
Del otro lado, una voz nerviosa.
Un accidente. Varios heridos. Niños.
El corazón se le aceleró.
Se vistió en silencio, tomó su abrigo y salió sin pensarlo.
El hospital lo recibió con su caos habitual, esa mezcla de luces frías, pasos apurados y gritos contenidos.
Pero esa mañana algo se sentía distinto.
Tenía una sensación extraña, como un presentimiento que le oprimía el pecho.
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Horas después, en medio del ajetreo, una enfermera se le acercó.
—Doctor, hay una niña con fiebre alta en observación pediátrica. Su madre pidió verlo a usted específicamente.
Adrián frunció el ceño.
—¿Nombre?
—Valentina Herrera.
El mundo se detuvo.
—¿Qué dijiste? —preguntó, con la voz apenas audible.
—Valentina Herrera, doctor. Está con su madre.
Adrián salió corriendo.
Atravesó pasillos, esquivó camillas, y cuando abrió la puerta de la sala, el alma se le vino al suelo.
Camila estaba allí, pálida, sosteniendo la mano de Valentina, que dormía entre respiraciones agitadas.
—Tiene fiebre desde anoche —dijo ella con la voz quebrada—. No baja con nada.
Adrián se acercó, intentando mantener la calma.
—Tranquila, voy a revisarla.
Colocó la mano en la frente de la niña. Estaba ardiendo.
Le pidió estudios, análisis, y mientras los minutos corrían, su mente era un torbellino.
La impotencia lo consumía: la hija que apenas empezaba a conocer estaba enferma, y no podía hacer otra cosa que esperar.
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Horas más tarde, el diagnóstico llegó: una infección viral complicada. No era grave, pero requería internación.
Camila respiró aliviada, aunque las lágrimas le caían sin control.
Adrián se quedó junto a ellas todo el tiempo.
Dormía en una silla, pendiente de cada movimiento, cada suspiro.
Por las noches, cuando Valentina descansaba, Camila lo observaba.
Él tenía ojeras profundas, pero no se movía.
Era como si el miedo lo mantuviera despierto.
—No hace falta que te quedes todas las noches —susurró ella.
—No pienso irme —respondió sin abrir los ojos—. No otra vez.
Camila sintió un nudo en la garganta.
Esa frase… no era solo por Valentina. Era por ella también.
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Cuando la niña empezó a mejorar, llegó la otra noticia.
El director del hospital pidió hablar con Adrián.
—Salvatierra, te llamaron de Ginebra. Quieren que dirijas el nuevo programa pediátrico internacional. Es un ascenso enorme, y el contrato ya está listo.
—¿Ginebra? —repitió, con el corazón en un puño.
—Sí. Es un puesto que solo se ofrece una vez en la vida.
Adrián salió del despacho con la mente en blanco.
El éxito que siempre soñó estaba al alcance de la mano… justo cuando empezaba a recuperar lo que de verdad importaba.
Esa noche, se sentó junto a la cama de Valentina, que dormía con su muñeca favorita abrazada al pecho.
Camila entró despacio, con una manta en las manos.
—Te oí hablar con el director —dijo, en voz baja.
—Sí… —Adrián suspiró—. Es una oportunidad única, pero… no puedo irme.
—Adrián, no renuncies a tu carrera por nosotras.
—Camila, mi carrera no me da lo que ustedes me dan. Yo puedo ser el mejor médico del mundo, pero si las pierdo otra vez…¿de qué me sirve?
Ella bajó la mirada.
—Y si te quedás, ¿qué te garantizo yo? —preguntó, con un hilo de voz—. No sé si todavía sé cómo amar sin miedo.
Él se acercó, sin decir nada, y le tomó la mano.
—Entonces aprendamos juntos.
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Afuera, el cielo se cubría de nubes.
Las luces del hospital parpadeaban sobre el vidrio, reflejando los rostros cansados pero llenos de vida.
Por primera vez, Adrián comprendió que las decisiones más difíciles no se tomaban con la cabeza, sino con el corazón.
Y aunque el futuro era incierto, sabía que no podía volver a huir.
Porque había cosas que no se construyen dos veces.
Y una de ellas era una familia.