Narrado por Valentina (con intercalaciones de Camila y Adrián)
El sol entraba por la ventana del hospital, tibio y suave, como si el mundo también quisiera despertarse despacio.
 Valentina abrió los ojos y vio a su mamá dormida en la silla, con la cabeza apoyada en el borde de la cama.
 A su lado, su papá —porque ya sabía que lo era— sostenía su mano, dormido también.
Sonrió.
 No entendía del todo cómo había pasado, pero algo dentro de ella sabía que ahora estaban bien.
 Su mamá ya no lloraba sola por las noches, y su papá ya no la miraba desde lejos con esa tristeza escondida.
—Despierten, dormilones —murmuró, tirando suavemente de sus manos.
Camila fue la primera en reaccionar, todavía medio dormida.
 —¿Ya amaneció?
 —Sí. Y tengo hambre. Mucha —dijo Valentina con seriedad.
 Adrián abrió un ojo, riendo.
 —Eso es buena señal. Una paciente con hambre es una paciente que se cura.
Los tres rieron.
 Era una risa distinta, liviana, sincera.
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Una semana después, Valentina ya estaba en casa.
 Las paredes, antes silenciosas, se llenaban de su voz y sus canciones inventadas.
 Camila y Adrián habían decidido tomarse unos días sin trabajo para acompañarla.
Cada mañana, él preparaba el desayuno.
 Cada tarde, los tres salían a caminar al parque.
 Y cada noche, Valentina exigía que los dos se quedaran a leerle un cuento.
—Pero los dos juntos, ¿eh? —repetía—. Si falta uno, no vale.
Camila fingía protestar, pero en el fondo, esas noches eran su refugio.
 Valentina en el medio, ellos a los costados, compartiendo risas y caricias que decían más que mil palabras.
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Un domingo, Adrián llegó con una sorpresa.
 —Cierren los ojos —dijo, mientras las guiaba hasta el jardín.
Cuando Valentina los abrió, soltó un grito de alegría.
 Había una carpa pequeña, de colores suaves, con luces colgantes y cojines en el suelo.
—Es nuestro rincón —dijo él—. Para ver las estrellas.
Camila lo miró en silencio.
 No era solo un gesto. Era una promesa.
Valentina corrió a buscar su manta y se acomodó entre los dos.
 El cielo estaba despejado, lleno de luces titilantes.
—¿Cuál es la tuya, papá? —preguntó la niña.
 —Esa de allá —dijo Adrián, señalando una brillante—. Porque aunque esté lejos, siempre vuelve a brillar.
 —Entonces la mía es esa, la que está al lado —dijo Valentina.
 Camila sonrió.
 —Y la mía… —susurró— es la que las une a las dos.
Valentina apoyó su cabeza en el hombro de su madre.
 —Entonces siempre vamos a estar juntos, ¿no?
 Adrián le acarició el cabello.
 —Sí, princesa. Siempre. Bajo el mismo cielo.
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Esa noche, cuando Valentina se quedó dormida, Camila y Adrián se quedaron en silencio, mirando las estrellas.
 El viento soplaba suave, y por primera vez en mucho tiempo, no había miedo, ni dudas.
Camila rompió el silencio.
 —A veces pienso que Valentina vino a salvarnos.
 —Nos recordó lo que habíamos olvidado —respondió Adrián—. Que el amor no es perfecto, pero es lo único que vale la pena.
Camila lo miró.
 —No sé qué va a pasar mañana.
 —No importa —dijo él, tomando su mano—. Hoy estamos acá. Y eso es suficiente.
El cielo se extendía infinito sobre ellos, como un espejo del tiempo.
 Y por debajo, tres corazones —el de un hombre, una mujer y una niña— latían al mismo ritmo.
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Esa noche, mientras Camila apagaba las luces, escuchó la voz soñolienta de su hija.
 —Mamá…
 —¿Sí, amor?
 —Prometeme que no nos vamos a separar nunca más.
Camila se agachó, la besó en la frente y susurró:
 —Te lo prometo, mi vida. Bajo este mismo cielo.
Y por primera vez en muchos años, cumplir una promesa no le dio miedo.